domingo, 22 de noviembre de 2009

Nawn! Ob-i-torii.

Esta sería la historia de un muchacho cualquiera sino existieran los fabulosos sucesos que dan color a la anécdota. Sino sucedieran (en el relato), quizá el mundo sería un lugar mejor para existir.

Los detalles irrelevantes -o tal vez no- voy a dejarlos de lado. Supongamos que todo esto ocurrió hace unos treinta años. Supongamos que el protagonista se llama Alejandro, que tiene unos 17 años y que sus días transcurren monótonamente como si de una condena miserable se tratara. Supongamos que vive por inercia en el centro vorágine de mediocridad pero, aún así, ambiciona. Desea con todos sus fuerzas estar por sobre los demás, desde el más primitivo de sus deseos, simplemente por supremacia, y por envidia, y por rencor hacia todos aquellos que le hablan, le tratan y le piensan.

Quiso su línea de tiempo que amanezca un día donde el principal atractivo era pararse a esperar en la cola de un banco, para pagar. Así se ganaba los pocos pesos que luego dilapidaba en estupideces. Despeinado, sucio y mal vestido, faltando a clases, sale a la calle. Bolso al hombro y unos grandes auriculares a modo de tapón, sobre los oídos. El nivel de la música, ensordecedor. Sube al colectivo, saca el boleto y resulta ser el único infeliz que viaja parado. Las viejas que lo miran mal, y él piensa en destruirlas. Un bebé se pone a llorar. Los gritos superan incluso a su música. Lo mira y automáticamente imagina qué satisfactorio sería tirarlo por la primera ventanilla abierta, estamparlo sobre el pavimento y reventado y frito bajo el sol incandescente de esa mañana. Veinticinco minutos después, el viaje motorizado concluye y comienza la travesía a pie.

Diez cuadras por delante. No es tanto, pero tampoco es poco. Para colmo de males, hace muchísimo calor. No importa, maldecir a quienes se regocijan con el aire acondicionado calma a cualquiera. Camina, se ensucia el zapato con excremento de perro, insulta fuerte y odia a todos los perros del mundo. Mejor aún, a todos los animales. Más, a todo lo que parezca o se comporte como animal. Y luego se odia a él, por no poder estar achicharrando las cabezas de todos aquellos que le hacen la vida imposible.

Decide calmarse escuchando el cassette con música 'más pesada'. Cambia la cinta y se aisla en su universo de sonidos apocalípticos. A dos cuadras del banco por recorrer y una esquina por cruzar, comienza a cantar. No se escucha, supone que los demás no lo escuchan y canta aún más fuerte. Los brotes de los árboles le dan alergia, le pica severamente la nariz, se congestiona y vuelve a llenarse de odio. Queda poco, sigue cantando, sigue odiando y sigue caminando sin mirar.

Canta sus fonéticas en algún idioma nórdico. Se acerca a la última esquina.

'meeeeister dan doooooorm.'

No ve que el semáforo está en verde.

'eniel avs toooornd.'

No ve, no escucha, no siente ni al auto rojo ni al auto blanco que se acercan a toda velocidad.

'oh! dein mi feliiii.'

Logra sentir los bocinazos, pero ya es tarde. A penas dos metros lo separan de las moles de metal desplazándose a varias decenas de kilómetros por hora. Su cerebro sólo reacciona para levantar la mano y bloquear el impacto, como último recurso para la defensa. No deja de cantar, sin embargo.

'Nawn! Ob-i-torii.'

Aquí sucede lo asombroso. De sus manos, un brote de color oscuro parece concentrar todo el aire circundante, conformando un sólido bloque entre los vehículos y el muchacho. Los coches impactan contra este colchón y se detienen bruscamente. Alejandro parece comprender, en milésimas de segundo, lo que sucede. Y odia, odia a los automóviles, odia a los conductores, odia al semáforo, odia al pavimento, odia a los pájaros, a los perros, a las viejas, a los bebés, al día soleado. Vomita todo su odio en la forma de una sustancia negra y espesa, y vuelve visibles a las concentraciones de aire. Se tornan oscuras y macizas, y caen sobre los automóviles, despedazando máquina y personas sin discriminar.

Alejandro da media vuelta y corre sin pensar ni dónde ni cuándo parar.

Cincuenta metros más adelante es detenido.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Ol idil, Imhadril!

Existen aquellos que gustan de pregonar que las ciudades esconden misterios más allá de lo visto por el manto gris del asfalto o lo guardado en el secreto de las baldosas. Sostienen con un fervor pasional que araña los límites de la locura la verdad en la existencia de eventos que exceden al plano material de la urbe y, más aún, revientan las fronteras del ser vulgar y cotidiano, del objeto social.

Yo no soy quien para desmentir a estos predicadores de aventuras, y aún cuando ostentara algún título de gran señor no estoy convencido de querer hacerlo. A veces me cuesta creer lo que veo, y cuando así sucede, prefiero inventarme que todo funciona en base al fluir de brisas coloridas con consistencia musical.

Es la última sentencia la que me recuerda la ocasión que quiero narrar. Volvía del trabajo, como casi todos los días, algo cansado y absorto en un mundo de canciones, caminando por el centro. Ese día en particular se presentaba espantosamente gris, frío y húmedo; a pesar del abrigo, el mal tiempo materializado en la más cruda lluvia lograba penetrar hasta los huesos y hacerlos sufrir. Me apuré a resguardarme en la parada del colectivo y, hecho un bollo contra uno de los rincones, esperé.

Un micro, veinte minutos de viaje, dos cuadras, mi casa, la cama, una frazada abrigada. Claro, el plan era aceptable en tanto se diera inicio a la sucesión de eventos con el primer acontecimiento: la llegada del transporte. Lamentablemente para mí, no pasaron diez, sino quince o veinte minutos de soledad total en la parada, y el desgraciado no aparecía. Entre tanto, busqué entretenimiento en los adoquines de la calle y las porquerías que tira la gente con total impunidad en la vía pública.

Al perder la mirada con la enésima cuenta de los posibles metros que me separaban de la plaza que tenía en frente, vi venir a un vagabundo. Un linyera, como le decimos acá. Un tipo de unos cincuenta y pico de años, con las barbas ralas, desprolijas y harto de roñosas. En la cabeza, un gorrito azul de lana fina; por lo demás, era un aguantadero de ropajes de poca monta: buzos, pullóveres y probablemente dos o tres pantalones. Sobre sus hombros, una bolsa de arpillera color yerba mate y un saco de vestir gris.

El linyera, al cruzar, supo encontrar refugio bajo el techo del puesto de diarios y revistas ubicado estrategicamente sobre uno de los laterales de la parada de micros. Sacó de la bolsa una suerte de almohada horrible y se sentó sobre ella, cubriéndose previamente la espalda con el saco sobre los hombros y dejando el resto de sus chucherías de indigente en uno de sus lados.

El tiempo seguía corriendo, la parada seguía vacía y mi diligencia no acertaba en aparecer. Muerto de frío, de angustia, de hambre y aburrimiento, me volví hacia el quiosco más cercano a mi antro de eterna espera y compré un chocolate. Mediano, aireado, sabroso y reconfortante. Al comenzar a comerlo, me di cuenta que el vagabuno me miraba. No sabía si acercarme y convidarlo o simplemente optar por lo fácil, por ignorar. Tras una breve reflexión, mi espíritu solidario se impuso sobre el dilema y me acerqué para ofrecerle un trozo generoso. El vagabundo, agradecido hasta la conmoción, tomó el pedazo de chocolate realizando algo así como una reverencia y volvió a sentarse sobre su almohadón mugriento.

Ahí fue cuando sucedió la magia. El tiempo pareció detenerse: la lluvia que rebotaba sobre techos y pisos dejó de escucharse, el viento se detuvo y todo ser vivo sobre la faz de la tierra quedó mudo. A mi alrededor podía aún ver vivir y existir a todos y cada uno, en una cámara lenta surrealista. Quien había desaparecido era yo.

El linyera me miró con los ojos embebidos en lágrimas anunciando la sonrisa que ocultaban las barbas. Se acercó el chocolate a la boca y tomó un bocado. Al masticarlo, bajó sus ojos hasta mis pies y los utilizó de punto de partida para examinarme completamente. Fue cuando su mirada cruzó la mía que su expresión se tornó eternamente pacífica y realizando un extraño movimiento con la mano que sostenía la golosina, exclamó:

'Ol idil, Imhadril!'

Su gorro poco a poco fue traduciéndose en miles de millones de partículas que se perdían con el viento. Le siguió su cara y todo su cuerpo, hasta finalmente desaparecer. Sobre la vereda quedó el pedazo de chocolate a medio comer. El tiempo volvió a marchar a su paso normal y mis oidos se inundaron estrepitosamente con los ruidos de la ciudad. Volví al refugio y pude divisar, más allá de la plaza, el alegre paralelepípedo azul-grana que me llevaría a casa.

domingo, 6 de septiembre de 2009

La chica de la ferretería (IVc)

Ahí, con la ventana empañada resguardando la explosión de las gotas, la cara helada por el frío del tiempo pero la panza y el corazón tibio por la taza de chocolate, sentí lo maravilloso de estar ahí con más intensidad. Ver el patio era sólo una excusa para perder la mirada en un sinfín gris y sumerger la imaginación en los torrentes más dulces.

'Ahora ella se acerca, me agarra del brazo y se tira sobre mi hombro'.

'No, se apoya sobre la ventana enfrentándome, sonríe y al son de un te quiero me muerde el cachete'.


La cabeza me daba vueltas, y lo simpático de la situación que vivía me llenaba las venas con un salpicré de estrellitas de colores con olor a frutillas y manzanas.

- Hey, no te me duermas. - dijo, con una sonrisa delineada por un bigote de chocolate.

- Ah, perdón. Es que tus baldosas me hacen acordar a un lugar y no recuerdo bien cuál. - balbuceé, y me apuré a tomar el poco de chocolatada que me quedaba para obligarme a cerrar al boca.

- Bueno, otro día con menos lluvia podés venir y nos sentamos en el patio a recordar todo lo que quieras. Ahora vamos a dejar las cosas en la cocina, si ya terminaste. - agregó ella.

'¿Cómo? ¿Me estaba invitando a volver? ¿Por qué haría algo así? No, momento. Basta de preguntarme los porqué de las cosas; eso ya lo decidí hace rato. Me está invitando y ya. La única reacción que me permito es ponerme feliz por ello.', pensé.

Regresamos a la cocina y dejamos las tazas sobre la mesada, ahora levemente iluminada por las últimas luces del día que se escurrían a través del mosquitero, una vez vencida la lluvia y habiendo quebrado el manto plomizo que nos negaba el cielo.

Ya con las manos libres, ella dió un saltito hacia la mesa y agarró una galletita del tarro.

- Me re gustó tomar la merienda con vos. - pronunció, escabullendo la mirada entre los mosaicos del suelo.

- A mí también me gustó. Tu chocolatada es genial. Y, bueno, ahora me tendría que ir yendo. - le confesé.

Ahora, seamos francos: no me tenía que ir de ahí. De hecho, no me hubiera ido nunca. Los colores, la luz escapando de cada rincón, el olor a patio mojado y, por sobre todas las cosas, ella. Pero ya preveía la situación, y meterme en un bucle de conclusiones y extensiones de la visita no era algo que quisiera hacer.

Me acompañó hasta la puerta de la casa y allí se quedó.

- Supongo que nos vemos luego. - me dijo.

- Probablemente. - y se me escapó, entre la comisura de los labios, una sonrisa. Era imposible ocultar todo lo que me explotaba por dentro. Ella se percató de esto y me despidió con otra sonrisa.

- Chau.

Con un gesto de manos, volví para mi casa.

Había pasado un momento increíble. Lo que había comenzado como un día gris y enfermizo terminó con un cielo anaranjado que luego se llenó de estrellas, y conmigo repuesto y alegre. La chica de la ferretería me había hecho mejor que cualquier brebaje del boticario. Y lleno de color y extasiado, me fui a dormir esa noche reviviendo el sabor a chocolate de una tarde única.

jueves, 11 de junio de 2009

De cumpleaños y velorios

Hay mucha gente que está en mi contra, de eso no hay ningún lugar a dudas. Sea por política, por principios, por conceptos, siempre algún fulano me rema contra la corriente. Existe un tópico, sin embargo, en el cual casi todo el mundo disiente conmigo: los velorios.

Yo siempre digo, ¿por qué diferenciar tanto un velorio de un cumpleaños? Veámoslo de la manera práctica.

En los cumpleaños, entre más ostentosa sea la familia del agraciado, más caras y abundantes suelen ser los canapés. No siempre se da, cuidado: en algunas casas el dinero es proporcional a lo estrecho de las mangas. ¿Y en los velorios? En ellos, entre más plata tenga el finado, más caros y abundantes son los detalles con quienes le honran. Chocolates para levantar el ánimo, café para sostener el velar, algún bocadillo para engañar a la panza. ¿Qué más necesitamos parar currar la tarde?

Otro punto a considerar es el conocimiento sobre el homenajeado. En los cumpleaños, si el tipo tiene guita pero no paga seguridad, se llena de lacras que por un trago y un sanguchito fingen durante varias horas ser hermanos del hijo del tío del sobrino del cumpleañero. Ni hablar si estos parásitos de los festejos se pasan de copas y empiezan a bailar en calzoncillos sobre alguna mesa, con las consecuencias que eso trae en la líbido de las señoras -viejas chotas- concurrentes. ¿Y en los velorios? En estos gratos eventos siempre existe la posibilidad de que se cole algún ñato que con la excusa de ser hermano del hijo único del mejor amigo del muerto se pone a hacer sociales con los presentes presumiendo inexistencias o, si el tipo tiene la cara más dura que un mármol, pedir trabajo o guita prestada. Ni hablar si el pusilánime además de desvergonzado se cree lindo: a cuidarse las hembras en edad reproductiva.

Por último, una divergencia casi filosófica pero no por es menos divertida. En los cumpleaños se atosiga con nimiedades al cumpleañero durante toda la noche, para terminar de hundir su autoestima con el clásico 'Cumpleaños Feliz', los cincuenta segundos más incómodos del año para cualquier mortal que no tenga la sonrisa a pedal y la hipocresía por la estratósfera. ¿Y en el velorio? En el velorio un montón de infelices hacen ronda alrededor del caduco para lamentarse como si en vida les hubiera importado algo. Reemplaza a la vieja que siempre nos cuenta alguna anécdota de la Edad de Piedra en los cumpleaños algún pariente borracho que llora desconsoladamente y golpea el cajón, como si el del jonca necesitara que lo remataran a trompadas. Y de remate, termina todo con la destrucción total, a las diez de la mañana, echando el fiambre de los gusanos; más piadoso que el cumpleaños feliz, sin duda.

Por todo esto, ¡felices velorios para todos!

miércoles, 25 de marzo de 2009

La chica de la ferretería (IVb)

La casa era completamente gris, en todas sus tonalidades, como si se tratara de un gran galpón industrial recortado y repartido en habitaciones. Por todos lados se observaban arreglos, refacciones y agregados a las instalaciones. Todo el sitio parecía un gran sistema donde se primaba la funcionalidad y no la estética. Me gustaba eso.

Al pasar por un pasillo pequeño pude apreciar la primer ventana del lugar, permitiéndome asomar a un patiecito interno, largo y angosto, con baldosas púrpuras rasgadas en blanco, bastante viejas y gastadas. Un piletón gigante de azulejos amarillos y negros pendía de la medianera y, sobre ella, varias macetas que arrojaban su verde sobre la pared en forma de hojitas similares a granos de arroz.

- Ahora venimos para el patio, si querés. - me dijo la chica de la ferretería. Mi curiosidad por cada rincón de su hogar habría de ser demasiado evidente.

- Bueno. Me gustan los patios. - atiné a responder.

Más allá del pasillo tenía lugar una pequeña habitación cuya función no me atrevo a describir. Estaba invadida por objetos milenarios, envejecidos y apilados hasta alcanzar el cielo razo. En el medio, intocable, parecía flotar una lámpara de vidrio con una punta de bronce similar a las de los paraguas antiguos.

Pasamos esa habitación y llegamos a la cocina. Había una mesa redonda con dos sillas y una rectangular, mucho más grande, con seis. Todo trabajado en madera de algarrobo. Al final de la mesada que se distribuia sobre la pared a mi derecha, pasando una heladera redondeada y pequeña, había una ventana y una puerta que, por el color predominante tras el mosquitero, parecían ser el portal a un jardín de dimensiones selváticas.

- Sentate donde te sientas más cómodo, yo preparo todo. - me dijo la chica de la ferretería.

Me senté en una de las sillas que daban hacia la mesada, pensando que ella iba a preparar las cosas ahí y no sentirme tan solo e incómodo. Ella se hizo con un tarro grande y plateado y dos tazas: una verde y una violeta. Puso una cucharada de chocolate en cada taza y corrió hacia las alacenas sobre la cocina para dejarlo y volver con un pote de cerámica lleno de azúcar. Una cucharada para cada uno, también. Luego corrió hacia la heladera y sacó la leche. Dentro de un jarrito la puso a calentar.

- ¿Querés comer algunas galletitas? Tengo estas de chocolate, del horóscopo. ¿Te gustan? Sino podemos ir a buscar otras. - me preguntó.

- Esas están geniales para la chocolatada. - le dije.

- Tomá, agarrate algunas ahora. - me dijo pasándome un táper grandote, previo abrirlo.

Dentro había un paquete lleno de galletitas. Me agarré algunas y le convidé.

- ¿De qué signos tenés? Yo tengo una de Escorpio, una de Acuario y otra de Tauro. - dijo.

- A mí me tocaron de Leo y de Aries.

- Bueno, en lo que a mí respecta, no nos tocó a ninguno de los dos mi signo. ¿Y el tuyo? -

- Tampoco. -

- Esto ya debe estar. - dijo quitando el jarrito del fuego con un guante para horno. - Si la querés más caliente, decime y la pongo al fuego un poquito más.

Volvió con la leche a la mesa y la sirvió en las tazas.

- Revolvela, que te va a quedar todo el chocolate en el fondo. - dijo mientras se sentaba a mi lado.

Nos quedamos perdidos entra la chocolatada, las galletitas y la situación. Ninguno dijo nada. Yo estaba en un mundo de ensueño, sentado junto a la chica de la ferretería y mirándola de reojo cada tanto, haciendo que espiaba los rincones de la casa, para encontrarme con el alboroto de su pelo rubio o lo dulce de sus ojos claritos. No me atrevía a decir nada, temiendo crear situaciones incómodas y sin vuelta atrás.

Ella no parecía mucho más distendida. De pronto se largó a llover torrencialmente, como si el clima nos quisiera despertar del letargo con sus truenos e invitarnos a hacer algo.

- ¿Querés ir a ver el patio?.

- Está lloviendo.

- Lo podemos ver igual. Dale, vení.

Agarró su taza y se volvió hacia el pasillo. La seguí, galletitas en mano. Llegamos a la ventana y ahí nos quedamos, con la lluvia furiosa estallando sobre las baldosas, viéndonos a los ojos através del reflejo del vidrio.

jueves, 19 de marzo de 2009

La chica de la ferretería (IV)

Ser engañados es sencillo, al menos, para la mayoría de las personas. Pero es inevitable casi para todos evadir las triquiñelas de nuestra mente. Nuestros deseos, nuestras ambiciones y, sumado a todo eso, nuestra imaginación.

Yo no soy la excepción a ello, y menos lo era en ese entonces: en los tiempos de la chica de la ferretería. Son recuerdos, ahora, que no escapan a deshacerse con el tiempo y desparramarse, grises y mutantes, sobre el barro de nuestro camino. Como las cenizas del asado que hicimos el domingo pasado, un miércoles.

Enfermo como el campeón de todas las pestes me encontraba, tirado en la cama y perdido en el tiempo y los días, viviendo a base de galletitas de agua, té con miel y arroz con queso. Lamentablemente no tengo a quien me asista en tiempo de enfermedad -menos un domingo- por lo que debía hacer todo yo.

La mañana del cuarto día de mi Gran Enfermedad -resultó ser algo más que una gripe, seguramente por tener las defensas bajas- me quedé sin analgésicos. El dolor de cabeza comenzó a hacerse insoportable para el mediodía; a media tarde creía que iba a morir. El clima, además, no ayudaba: el cielo se veía pesado y a punto de estallar. El frío molía los huesos desde adentro.

Temerario ante la necesidad, me vestí con prácticamente todo mi guardarropa y salí en búsqueda del elixir que espantara los malos espíritus de mi afligida mente. Por suerte la farmacia queda en la esquina y estaba de turno. En menos de cinco minutos tenía bajo mi poder las medicinas.

Al salir del dispensario vi venir, como una burbuja rosa chicle sobre unos joggings gris claro y zapatillas blancas, una chica. Era ella. La chica de la ferretería. Quería verla, quería hablarle, quería confirmar que existía, que era real, que me conocía y que vivía cerca de mi casa. Lo primero que se me ocurrió fue salir y cruzarla camino al quiosco de la vuelta, pero instantáneamente caí en la cuenta que eso significaría un saludo como máximo. Necesitaba más. Se me ocurrió volver a la farmacia simulando haber olvidado algo. Así lo hice; los caramelos de propóleo y aloe vera fueron la excusa perfecta para estar treinta segundos más adentro de la botica y encontrar a la chica de la ferretería.

- ¡Lucio! - me saludó con voz gangosa pero contenta.

- Hola, ¿cómo estás?.

- Ya me ves, completamente apestada. Encima muero de dolor de garganta, vine a buscar alguna de esas pastillas anestesiantes. Por lo menos me calman un poco.

- La lluvia nos sentó mal, parece. A mí se me parte la cabeza. Pero bueno, estoy aprovisionado para un buen rato.

- Parecés listo para la guerra.

En ese lapso, intercalado con nuestra conversación, la chica de la ferretería ya había adquirido sus brebajes para la gargante y pagado. Le abrí para que salga primero (¡qué atento! ¡ja!) y, seguidamente, me retiré cerrando la puerta excesivamente despacio, arañando cada segundo que la casualidad me había regalado con ella.

- ¿Querés venir a tomar una chocolatada caliente a casa? - me invitó.

Yo lo sentía todo irreal. Pero mi reacción y mi respuesta fueron automáticas.

- Bueno, dale.

Y ahí me veía, caminando junto con ella la media cuadra que seperaba la farmacia de su casa, bajo el manto gris oscuro del cielo que casi no se distinguía del asfalto. Al cruzar la puerta de la ferretería y dirigirme más allá del mostrador, donde impera el Maestro Ferretero, supe que nada iba a volver a ser como antes.

La insignificancia de la vida


Hoy por la mañana, mientras me dirigía a cumplir con mis labores de pequeño proletario asalariado, a pocas cuadras de concretar los quince minutos de caminata matutina, oí algo golpear. Pasaba por debajo de esa suerte de exceso que los constructores de primeros pisos suelen hacer con el fin de ganar algo de terreno a la vía pública, por lo que mi vista se orientó hacia la única zona libre posible.

Una pelota rosada se sacudía sobre las baldosas. Me acerqué y pude ver un pichón de paloma, recientemente nacido, desplumado y con la piel transparente, partido al medio, con todos sus órganos desparramados y formando un círculo de sangre.

El avecita sacudía sus patas, como una suerte de reflejo de la agonía y la muerte que se acercaba. Me quedé arrodillado contemplando, mientras la mancha de sangre crecía a la par que disminuían las convulsiones.

Súbitamente se le escapó la vida. En ese momento me pregunté acerca de la insignificancia de todo, de tener un trabajo, de alimentarme para vivir, de hacer cosas.

Pensé en por qué uno tiende a querer sobrevivir, que sinrazón nos lleva a querer prevalecer, por qué queremos ser nosotros los que cuenten el cuento y no otros. Y más aún, ¿por qué conservar la vida?

¿De dónde nace esa hipocresía de querer defender a capa y espada la existencia? De los perros, de los gatos, de las ballenas francas australes. ¿Para qué y, más aún, por qué custodiamos el bienestar de unos -aún cuando eso no se entrometa con nuestro día a día- y no el de otros?

¿Por qué condenan el aborto y, sin embargo, ejecutan al niño sumido en las drogas?

¿Por qué se juzga socialmente a quien aniquila poblaciones enteras y no a aquellos que desmontan y extinguen especies todos los días, por el bien de la sociedad, el progreso y la empresa?

¿Por qué nos lamentamos por los perros que mueren de hambre y no dudamos al exterminar de la manera más cruel a la cucarachas, los mosquitos y todo aquel minúsculo ser que nos estorbe?

¿Acaso algunas vidas valen más que otras? La gente parece creerlo así, y me da asco.

Por suerte yo estoy enfermo de cinismo y redondeo para abajo. Para mí ninguna vale nada.

miércoles, 18 de marzo de 2009

La chica de la ferretería (IIIb)

¡Sabía su nombre!

Hipnotizado e incrédulo contemplé las letras transparentes y aguachentas contrastadas en el vidrio. Me pasé una parada, y hubiera seguido así hasta el final del recorrido del micro si no fuera por el viejo de abrigo marrón, que me arrancó de mi contemplación con un exigente: "Flaco, ¿bajás acá?".

La tarde seguía tan gris, fría y húmeda como cuando salí de mi casa, y amenazaba ponerse peor. Apuré los trámites y con paso acelerado e inflexible concluí mis diligencias. Cuatro botellas de tinta, sesenta pesos menos en mi bolsillo y un fibrón endeleble, de yapa, porque le caigo bien a la tipa que atiende en la casa de insumos. Metí todo en el bolso y salí corriendo hacia la parada del micro que me llevaría de vuelta a casa.

Cuando salí del local, se largó el chaparrón. Resguardado debajo del toldo de un café de la cuadra me cerré la campera y aseguré las cosas del bolso, para que no se mojaran. Una vez listo, me aventuré dentro de la tormenta nuevamente. Intenté correr las dos cuadras y media que me separaban del refugio, pero la intolerancia de los automovilistas hacia el peatón me obligaron a pasar cinco minutos esperando cruzar una calle, lo que desembocó en empaparme totalmente y, más tarde, en engriparme.

La parada del colectivo estaba desierta. La calle, en general, también. Los colectivos pasaban prácticamente vacíos, y se veían pocos. De pronto, alguien se sumó a mi espera. Una cabellera rubia, atada con una colita, brotaba desde una campera rosada. Se acercó y me habló.

- ¿Hace mucho que pasó el...? ¿Lucio? - me dijo.

- Sí. Hola. - atiné a responder.

- ¿Cómo estás? ¡Empapado, ya veo! Jaja, parecés un bombero.

- Me estoy muriendo de frío. - (siempre tan elocuente yo...)

- Bueno. Ya está por venir el micro, supongo. Me vine caminando desde la parada anterior porque me aburrí de esperar.


Y, efectivamente, así fue. El micro apareció y nos subimos. No viajaba nadie. La chica de la ferretería sacó su boleto y se sentó en el segundo asiento de la fila doble, al lado de la ventana. "Vení, sentate acá" invitó. Me sentía el muchacho más feliz del planeta. Sin pensarlo dos veces, me senté.

- ¿Qué viniste a hacer al centro? - me preguntó.

- A comprar unas tintas. La vecina que vende masitas me encajó un trabajo de impresión. Se lo tengo que entregar mañana y me vine a quedar sin tinta justo ahora.

- Ah... esa vieja. Es insoportable. ¿Así que imprimís cosas? Después te voy a pedir si me hacés unos libros para la facu que me bajé el otro día...

- Bueno, pasámelos cuando quieras.

- Jajaja. Te estaba cargando. Es evidente que lo de la vieja no te cae para nada simpático. No te voy a pedir algo así. Además, tengo mi propio sistema para imprimir...

- ¿Ah, sí? ¿Cómo hacés? Yo cargo los cartuchos con unas jeringas chiquitas. Me conseguí una impresora vieja ideal para experimentar con esto y me salió bien, parece.

- Yo me armé un sistema continuo de tinta...

Aquí debo hacer una pausa, en referencia a lo que sucedió. Sinceramente, no lo podía creer. ¡La chica de la ferretería se había armado un sistema de tintas! Era sencillamente algo fuera de este mundo.

- ... con unas cosas viejas que tenía. Por ahora sólo pude hacer funcionar el color negro, pero eso me alcanza y sobra para lo que necesito. Igual, estoy armando los otros colores.

- ¡Wow! Siempre quise hacer algo así, pero se me complicaba para conseguir las cosas...

- Venite a casa un día con tu impresora y probamos armar algo.

"Dale, estaría muy buenochhssttttt" llegué a decir. El frío estaba haciendo estragos en mi cuerpo, y las primeras señales de la gripe comenzaban a manifestarse. Me llené de moco y disimularlo fue inútil.

- Perdoná, me mojé realmente mucho y creo que me enfermé. - me disculpé.

- Yo creo que también. No pensé que se iba a largar así.

La chica de la ferretería abrió su mochila y sacó un paquete.

- Tomá la mitad. Con esto se nos va a pasar un poco el frío, supongo. - y me acercó un pedazo grandote de chocolate relleno con galletita.

- ¡Gracias!

Pasamos el resto del viaje comiendo chocolate de a trocitos y charlando. De la lluvia, del frío, de los números, las galletitas y la crueldad material del mundo. E ignorando la presencia del conductor, ahí, enajenado de todas las perversiones que el afuera deparaba, arrojado por el tiempo y el espacio que se agotaban hacia un precipicio de desdicha y congoja, me sentí muy contento. La chica de la ferretería, yo, el hermetismo del transporte público. Era perfecto.

Todo terminó dos paradas antes del final de mi viaje, cuando ella se bajó. Caminé hacia mi casa, sedado por el recuerdo de lo que acababa de ocurrir, sin importarme la lluvia, la enfermedad, el barro en mis zapatillas... nada. Me saqué la ropa mojada y me escondí debajo de mi frazada, durmiéndome rápidamente con la esperanza de volver al tiempo de ese viaje mágico en micro que el tino y la buenaventura me habían regalado.

domingo, 15 de marzo de 2009

Sobre chinos y caminos

Habían en la China cuatro hombres servidores del Emperador, dispuestos a dar todo por su soberano. Absolutamente todo.

Siendo así fue que el Emperador de la China -como todos sabemos, un tipo caprichoso y rebuscado- les ordenó a cada uno viajar hasta las fronteras del Imperio y, una vez allí, realizar un acto que le honre a él y a la Patria.

El primer chino, de nombre Tse Jing, fue hasta la frontera del Sur y se encontró con el océano. Temeroso de las aguas, el oriental señor no se atrevió a seguir y bramó: 'aquí terminan los dominios de mi señor, abrazados amistosa y cálidamente por el manto azulado del Señor de los Mares'. Al volver a Pekín, fue ejecutado.

El segundo chino fue ordenado a marchar hacia el Este. No tuvo que caminar mucho hasta encontrarse con las aguas, pero más osado que el primero construyó una balsa, y se aventuró con la suerte de popa a proa. Al llegar al Japón clavó chino estandarte en suelo nipón y ejecutado fue al instante.

Al tercer hombre lo mandaron hacia el Norte. Llegó hasta donde los cartógrafos imperiales habían detallado en los mapas y, valiente como chino comandado, dio un paso más allá diciendo: 'aquí terminaban los dominios de mi Señor; fiel siervo soy y reclamaré, haciendo tangible el amor que por mi patria mi corazón profesa, cada región más allá, donde los pueblos desconozcan la grandeza de la China y no hablen la lengua de Confucio.' Y siguió caminando el buen chino, hasta que se perdió en las llanuras siberianas. No lo volvieron a ver.

Al cuarto señor lo mandaron hacia el Oeste. Una vez en la frontera, pronunció estas palabras: 'aquí terminaban ayer las tierras de mi señor, el Emperador. Hoy terminarán más allá, donde mis pies y mis fuerzas me lleven. Y mañana, allí donde mi vista hoy no llega.' Caminó, así, el oriental explorador. Descubrió pueblos, mares, desiertos y montañas. Llegó más allá de donde cualquier chino había imaginado, y aún más.

Quiso la geoesferidad del planeta La Tierra que este chino debiera pisar nuevamente la tierra que le vio nacer. Corriendo al palacio imperial le vieron los pekineses, bajo el brillo de una cúpula de cristal que entre frondosos bosques sobresalía. 'El Emperador al que usted sirvió murió hace décadas, buen siervo', le dijeron. El hombre salió del palacio y se tiró abajo de una carreta.

La chica de la ferretería (III)

Uno es consciente, un poco en la realidad y otro poco en el mundo de la especulación cognitiva, de dónde se mete cuando da el visto bueno a un proyecto o, pero aún, a la iniciativa individual de algún fulano que lo conoce. Muchas veces yo no mido esto y, siendo así, me veo atrapado en un sinnúmero de embrollos temporales en los cuales media hora significa un recreo eterno y cinco minutos pueden desenlazar un fracaso rotundo y lapidante.

Los hechos que voy a narrar comienzan con su protagonista -quien les escribe- visto en apuros por adeudar la impresión de cientos de panfletos para promocionar las masitas y confituras elaboradas por una vecina del barrio. La vieja acostumbra ser amable para las ventas pero endemoniada y exigente para las compras. Por un comentario u otro llegó a sus oidos que las impresiones me cuestan prácticamente nada, acudiendo de inmediato a solicitar "mis servicios": demás está decir que no presto ni me interesa prestar los mismos.

Jueves por la tarde, un frío que astilla los huesos plasmado en la lluvia fina que no se ve pero empapa. Con la campera roja impermeable, el bolso y abrigado hasta taparme los ojos espero el micro que me alcance hasta el centro, donde debía retirar un par de botellas de tinta indispensable para finalizar el trabajo encomendado. Los conductores, despiadados y alienados de la realidad del peatón, pasaban a toda velocidad, por lo que mi espera transcurrió rápidamente mientras esquivaba los tsunamis de barro y mugre que despedían. En minutos, no fueron más de diez.

Me subí y pedí el máximo. Los vidrios empañados del colectivo lo transformaban en un paralelepípedo virtualmente hermético ante cualquier acontecimiento del mundo exterior. Sobre la fila individual viajaban un viejo absorto en vaya uno a saber qué, con botas de lluvia amarillas, abrigo marrón y bufanda verde, una chica morocha que pisaba los treinta y una suerte de obrero fabrial -al fondo- o, quizá, de la empresa de cable, con su traje entero violeta pálido. En los asientos dobles se disponía una señora gorda y malhumorada con una nena de unos cuatro o cinco años, con flequillo y la cara sucia. Y en los anteúltimos asientos, perdida en sus dibujitos sobre el vidrio húmedo, estaba ella. La chica de la ferretería.

Sentí, de pronto, ese leve golpe en el pecho que da inicio a la precipitación de un lapso de ternura y sonsera, cuando el tiempo se detiene y únicamente existe uno y aquello que nos inspira. Afortunadamente ella siguió con sus cosas, lo que evitó que reconociera el júbilo en mi expresión por cruzármela en el micro.

Ir de la manera más amistosa, saludarla y charla me pareció muy fuera de mí. La hipocresía no me interesa para todo aquello que realmente me importa. Caminé hasta el cuarto asiento de la fila doble y me senté del lado de la ventana. A las pocas cuadras ya estaba inmerso de lleno en el gris de la ventana.

Al faltar una cuadra para mi bajada, me paré y me encaminé ilusionado hacia el fondo, esperando algún gesto, saludo, o señal de que existo. Ella ya no estaba. Sobre el vidrio estaban dibujados corazones, lunas y estrellitas. Y debajo, un nombre.

miércoles, 25 de febrero de 2009

La chica de la ferretería (II)

Hay dos cosas que detesto hacer. La primera es tener que irle a comprar alimento balanceado a Laura, mi ex-mascota, ahora formalmente mascota de mi hermanito. La segunda no me la acuerdo, pero seguramente tenga que ver con algo que incluya personas o, a falta de ellas, animales. Es evidente que los seres vivos no me caen simpáticos; los muertos tampoco.

Sí me resulta simpático rascarme los rincones para luego olerme los dedos. En este momento particular, cuando no hace mucho que no me baño pero tampoco tan poco, huelen a miel. Es divertido que así suceda.

No es divertido, sin embargo, que sea de esta manera una de esas tardes de verano, cuando nos pica la cabeza y no nos atrevemos a salir afuera por miedo a insolarnos o, peor aún (ya que no se soluciona con un buen antifebril como el ibuprofeno), la piel nos quede rojo fosforescentes y nos arda hasta el Día del Juicio, aburridos de tanto rascarnos nos ponemos una gorra y partimos, temerarios, hacia maravilloso comercio: La Ferretería.

Sucedió que, luego de que un manual con instrucciones para la composición de napalm líquido cayera a mi poder, no me resistí y, monedas y llavero en el bolsillo (evitando que, dado que soy muy flaquito, se me cayeran los pantalones), fui a La Ferretería, de nuevo. Había ido ya la semana anterior a por unos tornillos con tuerca para lograr la épica hazaña que significa rearmar una pileta de lona con la mitad de sus partes originales y, así, contrarrestarle un poco un verano seco y denso a mis hermanos. No fue, sin lugar a dudas, tan interesante como esta vez.

Llegué al sitio y cuando me disponía a girar el picaporte y entrar, la puerta se abrió. Salió el Maestro Ferretero, un hombre de unos 40-50 años, al que las canas no le dan vergüenza y, a decir verdad, le sientan respetables y estéticamente bien. Son poquitas, de todos modos.

Supe, entonces, que no iba a ser atendido por tan venerable figura, as de los convertidores de óxido y salvador de ancianitas con zapatos despegados y llaves perdidas. Y sabiendo esto supuse sería atendido por su hijo, un chico de unos veinte años que poco a poco va dominando las técnicas de su padre, aunque le cuesta. Fortuitamente, no fue así.

Parada detrás del mostrador repleto de pegamentos universales se veía a una rubiecita, vestida con un pareo clarito y una remera naranja fuerte. Era La Chica de la Ferretería.

Me sentí un poco intimidado. Ya sabrán, los que me leen, las cosas que he vivido con La Chica de la Ferretería. Y yo, también, lo supe en ese momento. No tenía por qué reprimirme; la Chica de la Ferretería me entendía, sabía lo que quería y sabía, también, cómo tratarme. Así que me acerqué a pedirle las cosas (no tuve que sacar número esta vez, no había nadie siendo atendido ni esperando).

Antes que nada, debo decir que me quise observarla. Bastaron unos segundos para hacerlo. Se la veía triste; en sus ojos se reflejaban los recuerdos de ese noviecito que, según comentaban en el barrio, le había roto el corazón. La parte inferior de las pestañas demostraban el haber llorado mucho. Así que, con mi mejor humor (¿por qué estaría mal hacer un poco el bien cada tanto?), intenté hacerle pasar un rato simpático.

- ¡Hola! ¿Cómo estás? Hacía rato que no se te veía por el barrio.- le dije.
- Hola, buenas tardes. - me contestó - Es que estoy estudiando en el centro y me fui a vivir con mi abuela durante el año, para ahorrar en transporte. ¿Vós cómo andás?
- Bien, pasado de calor y buscando unas cosas para jugar con mis hermanos.- (verán, el sostener conversaciones largas con mujeres sin acudir a mis fines-excusas pragmáticos me es imposible)
- Ah, ¿tenés hermanos? No sabía, siempre te veía por el barrio solo.
- Es que son mucho más chiquitos que yo, los dos.
- Y, decime, qué andás precisando.
- Ando buscando un pan de jabón blanco y un poco de nafta, si es que vendés.
- Jajaja. - se sonrió de una manera muy simpática y dulce. Me gustó. - ¿Qué estás por hacer estallar el barrio?
- No.... bah, mirá, te soy sincero. Encontramos un manual de Química con mis hermanos y queremos hacer un par de cosas del libro. Nada peligroso, para jugar un rato y que los chicos se entretengan con algo nuevo.
- Veo... Napalm.

Me quedé sorprendido. ¡La Chica de la Ferretería sabía sobre Química y sobre el napalm!

- Wow, parece que estás informada sobre el tema. ¿Vos ya lo hiciste? ¿Es difícil?
- Lo sé porque estoy estudiando Ingeniería Química y, bueno, esas "recetas" son los típicos comentarios del primer año.
- ¿Estás en la facultad de acá? ¿Cómo puede ser que nunca nos cruzamos, entonces?
- Ah, ¿vos también estudiás ingeniería?
- Sí, podría decirse que sí, que estudio.
- Mirá qué bueno. Yo todavía estoy con las ciencias básicas, y voy a tener para un rato más. Esperame un segundo, te voy trayendo las cosas.

Se fue para el fondo y, al ratito, volvió, de nuevo sonriendo.

- La nafta te la voy a deber. Se llevó lo último el vecino gordo de la casa de rejas amarillas, ¿lo ubicás? No voy a dejarte aburrido con tus hermanitos, igual. Tomá, te las regalo.

¿Qué me estaba dando La Chica de la Ferretería? ¡Dos barritas de magnesio!

- Tené cuidado con los ojos. - agregó. - No van a hacer nada peligroso, sólo un flash muy fuerte, seguro que a tus hermanitos les va a gustar.
- Pero, por favor, decime cuánto te debo por el jabón y esto.
- Por el jabón son $1,20. Las barritas llevátelas, son un regalo.
- Gracias.

No sé cómo pronuncié ese último 'gracias'. Estaba completamente embobado. La Chica de la Ferretería no sólo era bonita, sino que ahora era simpática y amistosa conmigo. Me sentía muy bien.

Sin embargo, torpe como soy, agarré las cosas, pagué y concluí.

- Gracias, de verdad.
- No te hagas problema, no es nada. ¿Por cierto, cómo te llamás?
- Lucio.
- Bueno, Lucio, un gusto verte nuevamente. Jaja, cualquier día podés avisarme y te puedo mostrar algunas "recetas" interesantes para jugar con tus hermanos.
- Vale, arreglamos luego.

Me sentía en el cielo. La Chica de la Ferretería sonreía, y me sonreía a mí. Se la veía muy linda, sinceramente. Pero me tenía que ir así que, cosas en la mano izquierda y vuelto en la derecha, me despedí. Abrí la puerta y, con una última sonrisa, la crucé. Me di cuenta, al instante, de mi error. Quise volver para enmendarlo y, sin mirar previamente, pregunté.

- ¿Cómo te llamás?

Nadie me contestó. La Chica de la Ferretería se había vuelto para adentro y yo, me volví a mi casa, no para hacer experimentos divertidos con mis hermanos, sino para tirarme en la cama, aplastarme, y seguir soñando con esa chica bonita que brilla entre adhesivo de contacto y destornilladores.

Sueños iffigianos (I)

Anoche volví a soñar con ella. Qué más da, sucedió y ya. Uno no puede decidir qué sueña y qué no, es una conclusión a la que llegué luego de varios meses de investigación.

Pensé que se había muerto, que había desaparecido y que no la iba a ver nunca más. Pero volvió.

Yo estaba triste. De pronto, recibo una caja llena de cartas y recortes de papel. Agarro uno en particular: era una hoja larga, hecha de recortes de papel cuadriculador de carpeta, como las que usan los niños en la escuela. Tenía forma de corbata y se plegaba. Estaba escrita con crayón y lápiz mal afilado.

¿Qué decía? Decía que alguien me quería, que siempre me había querido, desde que me conoció. También decía que nunca había querido a nadie. Por mí, por conocerme a mí.

No lo dudé. Sabía quién era, sabía dónde encontrarla y, por sobre todas las cosas, sabía que me quería, que me aceptaba y que me iba a estar esperando con los brazos abiertos.

La encontré en la calle. Estaba tan linda como siempre: el pelo castaño hasta el cuello, desprolijo, la cara blanca y perfecta, con un leve rosado, y los ojos azules increíbles. Me vió y sonrió, se sonrojó un poco. Le hablé sin dudarlo un instante, nos reimos, comentamos estupideces, caminamos. Como había sucedido antes. Como me gusta que suceda.

Ella nunca había querido querer a nadie. Una allegada me comentó que, desde que me conoció, se encerró en mí y no quizo saber nada con la plebe. Se hizo de noche, caminábamos por una calle con la vereda rota, y nos detuvimos. Me sonreía y yo me moría de ganas de abrazarla. No lo resistí más, lo hice y ella se sonrió aún más. La miré y nos dimos el beso más bonito que pudiera existir. Luego nos enredamos con la mirada y le dije 'Ya está'. Era un yastá diferente, no como lo entendía hasta entonces, un yastá de un final infeliz: este era uno de principio, uno de aventura, uno de regocijo, abrazo y felicidad. Ella estaba contentísima y me abrazaba fuerte.

En este punto, cabe hacer una aclaración: me sentía un poco culpable. Me sentía mal por no corresponderle, por no "haber esperado". Ella había conservado todas las ganas de ser con un otro para mí; yo no, ya tenía mis cositas encima. La aflicción duró un par de segundos. Es difícil construir recuerdos, ay, ¡pero es tan fácil descartarlos!.

El sueño terminaba en un día frío; una noche, mejor dicho. Estabamos tirados en mi cama, tapados con mi frazada mágica iffigiana, mirándonos como dos idiotas, riéndonos de esa magia violeta que manaba de los ojos del otro. Ella me jugaba con la nariz, se acercaba y golpeaba la mía. De a ratos se escondía bajo la frazada y, aún en la oscuridad, podían verse brillar sus ojos. Está llena de luz, y me gusta.

Al final, nos dormíamos. Y al dormirme en el sueño, me desperté en la realidad. Realidad que, al fin y al cabo, no deja lugar a los sueños.

sábado, 21 de febrero de 2009

Un reto literario

La veo venir. Ella no se da cuenta, pero hace ya mucho tiempo aprendí a ver más que con los ojos. Erguida y terrible, rígida y fría, como el mármol que alguna vez entibió los fuegos del amor, se extiende su mano sobre mi cabeza. Es inevitable la caricia tajante sobre el cuero cabelludo, la presión y la incisión, el rasguño que libera la represa que piel representa a mis entrañas.

Corre la sangre fuera, a borbotones, las burbujas ebullen y se vierten explosivas sobre la alfombra, saturándolas con mil millones de gotas de mí. Corre el veneno dentro mio, me enfría y tiñe la vista, mostrando todo aquello que existió y nunca debió existir, esfumándose en humaredas opiáceas narcostracistas, tóxicas.

Son reflejo, quizá, de neón y látex, de la noche, con su frío, su miseria, su soledad y su angustia. Mis ojos se decoloran en un azul oscuro y profundo, perdiendo su historia, su calidez, su emoción. Su paciencia, su tranquilidad. Su paz. Su vida.

Y me caigo. Se quiebran mis rodillas al chocar contra el suelo. Mi fémur, mis caderas. Sigo cayendo. Se destrozan mis costillas, mi cuello, mis brazos, mis codos, mis muñecas. Mis manos se hacen añicos. Mi cráneo explota violentamente, cubriendo de una nauseabunda gelatina la sala herméticamente sellada.

Ahí estoy yo. Destruido y encerrado donde la luz y el calor del sol ya no pueden vaporizar y elevar mis vestigios.

Ella limpia sus garras y desaparece. En su paso va dejando una estela negra e impenetrable. Quien la vea no sonreirá jamás.

viernes, 13 de febrero de 2009

En el colectivo (I)

El miércoles pasado me levanté a la mañana, tomé mi chocolatada matutina, me bañé y (llegando tarde, como siempre) me fui a para la Facultad. Esperé unos tres minutos el colectivo (vino la letra B, por suerte, que es más rápida) y comencé una de las travesías más placenteras o desagradables del Universo: viajar en el transporte público. Creo que fue una de las placenteras.

A la altura de la Plaza Perón (25 y 60, para los que desconocen) subió una niñita. Tendría no más de doce años. El pelo castaño claro, la piel blanca ligeramente bronceada, nariz chiquita, boca de un suave color rosa y ojos verdes azulados. Se imaginarán mi reacción ante tal figura. Viajó, hasta Plaza Moreno parada a mi lado. Cuando pasabamos frente a mi antigua escuela (nº 8), se le cayeron los cuarenta centavos (25, 10, 5) con los que su mano libre (la derecha) jugaba. La moneda de 25 rodó por uno de esos "canales" que tienen los micros (para conducir el agua los días de lluvia y evitar los resbalones) hasta el fondo. No había mucha gente parada (de hecho, sólo nosotros dos), así que caminé hasta allí, recogí la moneda y volví a mi sitio original. Cuando se la devolví, me miró, hizo una leve sonrisa y dijo "gracias". Tres paradas más adelante, se bajó.

¿Conclusión? Toda mentira puede embellecerse con el uso de palabras dulces o datos totalmente verdaderos. El "pensador" o sabio enciclopédico más que pensar o saber sólo hace alarde de sus limitaciones. Siempre y cuando no se cuestionen las bases sobre las que se construye un contenido, todo es inútil.

Los miércoles no voy a la Facultad. De hecho, ya ni siquiera voy a la Facultad.

martes, 10 de febrero de 2009

Amor & Ilusiones, Inc.

La Plata, 7 de Marzo de 2007.

Para: Amor & Ilusiones, Inc.


A quien corresponda,

Me dirijo a Ud con la intención de devolver el producto que adquirí en Marzo de 2004, visto que no cumplió con las promesas de ventas ni satisfiso mis necesidades, además de generarme grandes pérdidas de 'dinero' y tiempo.

En primer lugar, el artículo no se adapta a la descripción brindada al momento de optar por él. Se promete practicidad, satisfacción y un mejoramiento en la calidad de vida. Sin embargo, en mi experiencia, el producto solo me trajo más problemas de los que me solucionó.

En segunda instancia, debo remarcar que la flexibilidad y facilidad de uso prometidas han de haber quedado en la fábrica, dado que la mayoría de las veces (por no decir siempre) me resulta imposible comprender el mecanismo del dispositivo. Quizá esto sea causa de los inconvenientes remarcados anteriormente; el manual de instrucciones para el usuario brilla por su ausencia.

Por último, pero no por eso menos importante, si bien al momento de recibirlo el artículo se mostraba reluciente y bello, con el tiempo se volvió opaco y desagradable, a pesar de su promesa de 'Brillo y belleza de por vida'.

Por todo esto y un poco más (que, por cuestiones de respeto, no adjunto), le pido por favor que se quede con su cacharro asqueroso y me devuelva el dinero. De no ser así, nos veremos en la Corte.

Mis respetos,
Daniel von Iffig

viernes, 6 de febrero de 2009

La chica de la ferretería (I)

Dejemos de lado el pensamiento abstracto y casi precognitivo para sumergirnos por unos minutos en el infame pero curioso mundo de la investigación sociológica.

Hoy voy a demostrarles como en veinte minutos y con un presupuesto inferior a los $10 pueden experimentarse todas las sensaciones de un viaje con dos semanas de estadía en la costa; obviamente, con un presupuesto mucho mayor.

Cualquier persona con un poco de curiosidad por el funcionamiento de las cosas y una flamante conexión a Internet mediante cablemódem se preguntaría: ¿puedo sacarle más provecho a mi abono mensual? Visto que este tipo de conexiones se realiza utilizando el mismo tendido de la TV paga, uno instantáneamente comienza a experimentar si puede gozar de los casi setenta canales en forma 'gratuita'. La respuesta es sí. Totalmente ilegal, pero técnicamente se puede.***

Por cuestiones obvias, no voy a detallar el procedimiento teórico. Además, no viene al caso.

La necesidad de 'experimentar' era cada vez mayor, por lo que, una vez listados los materiales necesarios para comprobar mi hipótesis, me dirigí a... La Ferretería. Lugar de misterios. Cuando uno entra a una ferretería lo primero que se pregunta es la edad del ferretero. Seres casi inmortales que pueden memorizar marca, modelo, longitud y uso de clavos, tornillos, tubos, cables, etc. No hay técnica de 'reparación casera' que un ferretero no conozca. A veces sospecho que existe una Escuela Secreto de Ferreteros donde son entrenados desde pequeños en el sutil y refinado arte de servir en una ferretería.

Ya en el local, me apresuré a obtener mi número (lo que significó varios momentos de riña y miradas asesinas con una vieja que, luego me enteré, buscaba cueritos para canillas). Tres personas estaban antes que yo. Atendían el ferretero y su joven discípulo, su hijo.

El primer cliente fue rápidamente despachado por el joven aprendiz luego de varios metros de caño de PVC de 5". Solo bastaba con que uno de los dos empleados concluyera con su respectivo cliente para que se me atendiera. Pero la espera fue eterna. El Maestro Ferretero intentaba explicarle a un confundido pelado las dosis justas de cloro para mantener una pileta, pero visto que el calvo señor ignoraba las dimensiones de la misma, discutieron un rato hasta llegar a un acuerdo 'pacífico'. El hijo del ferretero se veía atacado por un señor que practicamente requería todos los tipos de clavos y tornillos inventados por el hombre, lo cual significó varios viajes al depósito por parte del muchacho, trayendo muestras que inmediatamente resultaba rechazadas.

Casi enojado por la espera (analogía de las largas colas que se forman en la ruta, o los peajes, o para comprar un plato de ñoquis en el restaurante de moda), opté por irme y volver 'otro día'. Entonces le vi. Una cabeza rubia cruzó la puerta de la ferretería, acompañando a una figura soberbia. El Maestro Ferretero vió la llegada de refuerzos y, escapando de las preguntas del pelado por un instante, grito: 'Hija, ayudame a atender'. Ella se acercó al pinche con los números, y lo dijo. '31'. Nunca voy a olvidar esa cifra (analogía con ganar en el casino, y el/la chico/a bonito/a que siempre nos deslumbra).

Sintiéndome la persona más afortunada del Universo, me acerqué para realizar mi pedido. 'Hola, ¿qué andás buscando?', me dijo. 'Hola, preciso un splitter para señal de TV, que maneje las frecuencias más altas posibles y tenga poca pérdida'. Con maestría, ella se dirigió a los estantes y volvió, en cuestión de segundos, con lo que había pedido. '¿Te sirve este?'. 'Si'. '¿Buscabas algo más?'. 'Si, por favor, mostrame qué modelos tenés para fichas de pin fino que tenés para cable coaxil'. 'Ahora te las traigo'.

Y volvió con un cajón, lleno de divisores, con toda la variedad de fichas para cable coaxil que un hombre pueda imaginar. Luego de inspeccionar un rato, me decidí por un casillero y, atrevido, quise tomar una, pero al mismo tiempo ella dijo: 'Esta es la que más llevan, fijate que...' y colocó su mano donde yo. Nuestras pieles se rozaron, y a modo de reflejo nos miramos a los ojos. Ninguno dijo nada, toda palabra estaba de más.

'Si querés llevá una, probala, sino te sirve la cambiás, no hay problema'. 'Voy a hacer eso entonces, gracias'. Le pedí que me diera dos de las fichas, luego dos extensiones de un metro de cable coaxil; pero ya estaba desencantado.

Mi tiempo se terminaba, pagué ($1,50 ambas fichas, $3,50 el splitter, $2 los dos cables) y me fuí. 'Chau', me dijo ella al salir. 'Chau', dije yo, fríamente.

Volví a mi casa, y pensé. Toda la relación había sido casual; todo se construyó dentro de un marco que preveía las situaciones y las volvía inevitables. Como las relaciones de verano, esta se había dado simplemente porque era su obligación existir. Los juramentos de amor eterno, en ambos casos, llaman eternidad a algo que caduca el 21 de Marzo, o al momento de pagar. Sin embargo, sin ellos, esos mismos períodos de tiempo (dos semanas en la costa, o veinte minutos en la ferretería), no tendrían sentido.

Me tiré sobre mi cama, y lloré.

Los experimentos los dejé para otro día.