miércoles, 25 de marzo de 2009

La chica de la ferretería (IVb)

La casa era completamente gris, en todas sus tonalidades, como si se tratara de un gran galpón industrial recortado y repartido en habitaciones. Por todos lados se observaban arreglos, refacciones y agregados a las instalaciones. Todo el sitio parecía un gran sistema donde se primaba la funcionalidad y no la estética. Me gustaba eso.

Al pasar por un pasillo pequeño pude apreciar la primer ventana del lugar, permitiéndome asomar a un patiecito interno, largo y angosto, con baldosas púrpuras rasgadas en blanco, bastante viejas y gastadas. Un piletón gigante de azulejos amarillos y negros pendía de la medianera y, sobre ella, varias macetas que arrojaban su verde sobre la pared en forma de hojitas similares a granos de arroz.

- Ahora venimos para el patio, si querés. - me dijo la chica de la ferretería. Mi curiosidad por cada rincón de su hogar habría de ser demasiado evidente.

- Bueno. Me gustan los patios. - atiné a responder.

Más allá del pasillo tenía lugar una pequeña habitación cuya función no me atrevo a describir. Estaba invadida por objetos milenarios, envejecidos y apilados hasta alcanzar el cielo razo. En el medio, intocable, parecía flotar una lámpara de vidrio con una punta de bronce similar a las de los paraguas antiguos.

Pasamos esa habitación y llegamos a la cocina. Había una mesa redonda con dos sillas y una rectangular, mucho más grande, con seis. Todo trabajado en madera de algarrobo. Al final de la mesada que se distribuia sobre la pared a mi derecha, pasando una heladera redondeada y pequeña, había una ventana y una puerta que, por el color predominante tras el mosquitero, parecían ser el portal a un jardín de dimensiones selváticas.

- Sentate donde te sientas más cómodo, yo preparo todo. - me dijo la chica de la ferretería.

Me senté en una de las sillas que daban hacia la mesada, pensando que ella iba a preparar las cosas ahí y no sentirme tan solo e incómodo. Ella se hizo con un tarro grande y plateado y dos tazas: una verde y una violeta. Puso una cucharada de chocolate en cada taza y corrió hacia las alacenas sobre la cocina para dejarlo y volver con un pote de cerámica lleno de azúcar. Una cucharada para cada uno, también. Luego corrió hacia la heladera y sacó la leche. Dentro de un jarrito la puso a calentar.

- ¿Querés comer algunas galletitas? Tengo estas de chocolate, del horóscopo. ¿Te gustan? Sino podemos ir a buscar otras. - me preguntó.

- Esas están geniales para la chocolatada. - le dije.

- Tomá, agarrate algunas ahora. - me dijo pasándome un táper grandote, previo abrirlo.

Dentro había un paquete lleno de galletitas. Me agarré algunas y le convidé.

- ¿De qué signos tenés? Yo tengo una de Escorpio, una de Acuario y otra de Tauro. - dijo.

- A mí me tocaron de Leo y de Aries.

- Bueno, en lo que a mí respecta, no nos tocó a ninguno de los dos mi signo. ¿Y el tuyo? -

- Tampoco. -

- Esto ya debe estar. - dijo quitando el jarrito del fuego con un guante para horno. - Si la querés más caliente, decime y la pongo al fuego un poquito más.

Volvió con la leche a la mesa y la sirvió en las tazas.

- Revolvela, que te va a quedar todo el chocolate en el fondo. - dijo mientras se sentaba a mi lado.

Nos quedamos perdidos entra la chocolatada, las galletitas y la situación. Ninguno dijo nada. Yo estaba en un mundo de ensueño, sentado junto a la chica de la ferretería y mirándola de reojo cada tanto, haciendo que espiaba los rincones de la casa, para encontrarme con el alboroto de su pelo rubio o lo dulce de sus ojos claritos. No me atrevía a decir nada, temiendo crear situaciones incómodas y sin vuelta atrás.

Ella no parecía mucho más distendida. De pronto se largó a llover torrencialmente, como si el clima nos quisiera despertar del letargo con sus truenos e invitarnos a hacer algo.

- ¿Querés ir a ver el patio?.

- Está lloviendo.

- Lo podemos ver igual. Dale, vení.

Agarró su taza y se volvió hacia el pasillo. La seguí, galletitas en mano. Llegamos a la ventana y ahí nos quedamos, con la lluvia furiosa estallando sobre las baldosas, viéndonos a los ojos através del reflejo del vidrio.

jueves, 19 de marzo de 2009

La chica de la ferretería (IV)

Ser engañados es sencillo, al menos, para la mayoría de las personas. Pero es inevitable casi para todos evadir las triquiñelas de nuestra mente. Nuestros deseos, nuestras ambiciones y, sumado a todo eso, nuestra imaginación.

Yo no soy la excepción a ello, y menos lo era en ese entonces: en los tiempos de la chica de la ferretería. Son recuerdos, ahora, que no escapan a deshacerse con el tiempo y desparramarse, grises y mutantes, sobre el barro de nuestro camino. Como las cenizas del asado que hicimos el domingo pasado, un miércoles.

Enfermo como el campeón de todas las pestes me encontraba, tirado en la cama y perdido en el tiempo y los días, viviendo a base de galletitas de agua, té con miel y arroz con queso. Lamentablemente no tengo a quien me asista en tiempo de enfermedad -menos un domingo- por lo que debía hacer todo yo.

La mañana del cuarto día de mi Gran Enfermedad -resultó ser algo más que una gripe, seguramente por tener las defensas bajas- me quedé sin analgésicos. El dolor de cabeza comenzó a hacerse insoportable para el mediodía; a media tarde creía que iba a morir. El clima, además, no ayudaba: el cielo se veía pesado y a punto de estallar. El frío molía los huesos desde adentro.

Temerario ante la necesidad, me vestí con prácticamente todo mi guardarropa y salí en búsqueda del elixir que espantara los malos espíritus de mi afligida mente. Por suerte la farmacia queda en la esquina y estaba de turno. En menos de cinco minutos tenía bajo mi poder las medicinas.

Al salir del dispensario vi venir, como una burbuja rosa chicle sobre unos joggings gris claro y zapatillas blancas, una chica. Era ella. La chica de la ferretería. Quería verla, quería hablarle, quería confirmar que existía, que era real, que me conocía y que vivía cerca de mi casa. Lo primero que se me ocurrió fue salir y cruzarla camino al quiosco de la vuelta, pero instantáneamente caí en la cuenta que eso significaría un saludo como máximo. Necesitaba más. Se me ocurrió volver a la farmacia simulando haber olvidado algo. Así lo hice; los caramelos de propóleo y aloe vera fueron la excusa perfecta para estar treinta segundos más adentro de la botica y encontrar a la chica de la ferretería.

- ¡Lucio! - me saludó con voz gangosa pero contenta.

- Hola, ¿cómo estás?.

- Ya me ves, completamente apestada. Encima muero de dolor de garganta, vine a buscar alguna de esas pastillas anestesiantes. Por lo menos me calman un poco.

- La lluvia nos sentó mal, parece. A mí se me parte la cabeza. Pero bueno, estoy aprovisionado para un buen rato.

- Parecés listo para la guerra.

En ese lapso, intercalado con nuestra conversación, la chica de la ferretería ya había adquirido sus brebajes para la gargante y pagado. Le abrí para que salga primero (¡qué atento! ¡ja!) y, seguidamente, me retiré cerrando la puerta excesivamente despacio, arañando cada segundo que la casualidad me había regalado con ella.

- ¿Querés venir a tomar una chocolatada caliente a casa? - me invitó.

Yo lo sentía todo irreal. Pero mi reacción y mi respuesta fueron automáticas.

- Bueno, dale.

Y ahí me veía, caminando junto con ella la media cuadra que seperaba la farmacia de su casa, bajo el manto gris oscuro del cielo que casi no se distinguía del asfalto. Al cruzar la puerta de la ferretería y dirigirme más allá del mostrador, donde impera el Maestro Ferretero, supe que nada iba a volver a ser como antes.

La insignificancia de la vida


Hoy por la mañana, mientras me dirigía a cumplir con mis labores de pequeño proletario asalariado, a pocas cuadras de concretar los quince minutos de caminata matutina, oí algo golpear. Pasaba por debajo de esa suerte de exceso que los constructores de primeros pisos suelen hacer con el fin de ganar algo de terreno a la vía pública, por lo que mi vista se orientó hacia la única zona libre posible.

Una pelota rosada se sacudía sobre las baldosas. Me acerqué y pude ver un pichón de paloma, recientemente nacido, desplumado y con la piel transparente, partido al medio, con todos sus órganos desparramados y formando un círculo de sangre.

El avecita sacudía sus patas, como una suerte de reflejo de la agonía y la muerte que se acercaba. Me quedé arrodillado contemplando, mientras la mancha de sangre crecía a la par que disminuían las convulsiones.

Súbitamente se le escapó la vida. En ese momento me pregunté acerca de la insignificancia de todo, de tener un trabajo, de alimentarme para vivir, de hacer cosas.

Pensé en por qué uno tiende a querer sobrevivir, que sinrazón nos lleva a querer prevalecer, por qué queremos ser nosotros los que cuenten el cuento y no otros. Y más aún, ¿por qué conservar la vida?

¿De dónde nace esa hipocresía de querer defender a capa y espada la existencia? De los perros, de los gatos, de las ballenas francas australes. ¿Para qué y, más aún, por qué custodiamos el bienestar de unos -aún cuando eso no se entrometa con nuestro día a día- y no el de otros?

¿Por qué condenan el aborto y, sin embargo, ejecutan al niño sumido en las drogas?

¿Por qué se juzga socialmente a quien aniquila poblaciones enteras y no a aquellos que desmontan y extinguen especies todos los días, por el bien de la sociedad, el progreso y la empresa?

¿Por qué nos lamentamos por los perros que mueren de hambre y no dudamos al exterminar de la manera más cruel a la cucarachas, los mosquitos y todo aquel minúsculo ser que nos estorbe?

¿Acaso algunas vidas valen más que otras? La gente parece creerlo así, y me da asco.

Por suerte yo estoy enfermo de cinismo y redondeo para abajo. Para mí ninguna vale nada.

miércoles, 18 de marzo de 2009

La chica de la ferretería (IIIb)

¡Sabía su nombre!

Hipnotizado e incrédulo contemplé las letras transparentes y aguachentas contrastadas en el vidrio. Me pasé una parada, y hubiera seguido así hasta el final del recorrido del micro si no fuera por el viejo de abrigo marrón, que me arrancó de mi contemplación con un exigente: "Flaco, ¿bajás acá?".

La tarde seguía tan gris, fría y húmeda como cuando salí de mi casa, y amenazaba ponerse peor. Apuré los trámites y con paso acelerado e inflexible concluí mis diligencias. Cuatro botellas de tinta, sesenta pesos menos en mi bolsillo y un fibrón endeleble, de yapa, porque le caigo bien a la tipa que atiende en la casa de insumos. Metí todo en el bolso y salí corriendo hacia la parada del micro que me llevaría de vuelta a casa.

Cuando salí del local, se largó el chaparrón. Resguardado debajo del toldo de un café de la cuadra me cerré la campera y aseguré las cosas del bolso, para que no se mojaran. Una vez listo, me aventuré dentro de la tormenta nuevamente. Intenté correr las dos cuadras y media que me separaban del refugio, pero la intolerancia de los automovilistas hacia el peatón me obligaron a pasar cinco minutos esperando cruzar una calle, lo que desembocó en empaparme totalmente y, más tarde, en engriparme.

La parada del colectivo estaba desierta. La calle, en general, también. Los colectivos pasaban prácticamente vacíos, y se veían pocos. De pronto, alguien se sumó a mi espera. Una cabellera rubia, atada con una colita, brotaba desde una campera rosada. Se acercó y me habló.

- ¿Hace mucho que pasó el...? ¿Lucio? - me dijo.

- Sí. Hola. - atiné a responder.

- ¿Cómo estás? ¡Empapado, ya veo! Jaja, parecés un bombero.

- Me estoy muriendo de frío. - (siempre tan elocuente yo...)

- Bueno. Ya está por venir el micro, supongo. Me vine caminando desde la parada anterior porque me aburrí de esperar.


Y, efectivamente, así fue. El micro apareció y nos subimos. No viajaba nadie. La chica de la ferretería sacó su boleto y se sentó en el segundo asiento de la fila doble, al lado de la ventana. "Vení, sentate acá" invitó. Me sentía el muchacho más feliz del planeta. Sin pensarlo dos veces, me senté.

- ¿Qué viniste a hacer al centro? - me preguntó.

- A comprar unas tintas. La vecina que vende masitas me encajó un trabajo de impresión. Se lo tengo que entregar mañana y me vine a quedar sin tinta justo ahora.

- Ah... esa vieja. Es insoportable. ¿Así que imprimís cosas? Después te voy a pedir si me hacés unos libros para la facu que me bajé el otro día...

- Bueno, pasámelos cuando quieras.

- Jajaja. Te estaba cargando. Es evidente que lo de la vieja no te cae para nada simpático. No te voy a pedir algo así. Además, tengo mi propio sistema para imprimir...

- ¿Ah, sí? ¿Cómo hacés? Yo cargo los cartuchos con unas jeringas chiquitas. Me conseguí una impresora vieja ideal para experimentar con esto y me salió bien, parece.

- Yo me armé un sistema continuo de tinta...

Aquí debo hacer una pausa, en referencia a lo que sucedió. Sinceramente, no lo podía creer. ¡La chica de la ferretería se había armado un sistema de tintas! Era sencillamente algo fuera de este mundo.

- ... con unas cosas viejas que tenía. Por ahora sólo pude hacer funcionar el color negro, pero eso me alcanza y sobra para lo que necesito. Igual, estoy armando los otros colores.

- ¡Wow! Siempre quise hacer algo así, pero se me complicaba para conseguir las cosas...

- Venite a casa un día con tu impresora y probamos armar algo.

"Dale, estaría muy buenochhssttttt" llegué a decir. El frío estaba haciendo estragos en mi cuerpo, y las primeras señales de la gripe comenzaban a manifestarse. Me llené de moco y disimularlo fue inútil.

- Perdoná, me mojé realmente mucho y creo que me enfermé. - me disculpé.

- Yo creo que también. No pensé que se iba a largar así.

La chica de la ferretería abrió su mochila y sacó un paquete.

- Tomá la mitad. Con esto se nos va a pasar un poco el frío, supongo. - y me acercó un pedazo grandote de chocolate relleno con galletita.

- ¡Gracias!

Pasamos el resto del viaje comiendo chocolate de a trocitos y charlando. De la lluvia, del frío, de los números, las galletitas y la crueldad material del mundo. E ignorando la presencia del conductor, ahí, enajenado de todas las perversiones que el afuera deparaba, arrojado por el tiempo y el espacio que se agotaban hacia un precipicio de desdicha y congoja, me sentí muy contento. La chica de la ferretería, yo, el hermetismo del transporte público. Era perfecto.

Todo terminó dos paradas antes del final de mi viaje, cuando ella se bajó. Caminé hacia mi casa, sedado por el recuerdo de lo que acababa de ocurrir, sin importarme la lluvia, la enfermedad, el barro en mis zapatillas... nada. Me saqué la ropa mojada y me escondí debajo de mi frazada, durmiéndome rápidamente con la esperanza de volver al tiempo de ese viaje mágico en micro que el tino y la buenaventura me habían regalado.

domingo, 15 de marzo de 2009

Sobre chinos y caminos

Habían en la China cuatro hombres servidores del Emperador, dispuestos a dar todo por su soberano. Absolutamente todo.

Siendo así fue que el Emperador de la China -como todos sabemos, un tipo caprichoso y rebuscado- les ordenó a cada uno viajar hasta las fronteras del Imperio y, una vez allí, realizar un acto que le honre a él y a la Patria.

El primer chino, de nombre Tse Jing, fue hasta la frontera del Sur y se encontró con el océano. Temeroso de las aguas, el oriental señor no se atrevió a seguir y bramó: 'aquí terminan los dominios de mi señor, abrazados amistosa y cálidamente por el manto azulado del Señor de los Mares'. Al volver a Pekín, fue ejecutado.

El segundo chino fue ordenado a marchar hacia el Este. No tuvo que caminar mucho hasta encontrarse con las aguas, pero más osado que el primero construyó una balsa, y se aventuró con la suerte de popa a proa. Al llegar al Japón clavó chino estandarte en suelo nipón y ejecutado fue al instante.

Al tercer hombre lo mandaron hacia el Norte. Llegó hasta donde los cartógrafos imperiales habían detallado en los mapas y, valiente como chino comandado, dio un paso más allá diciendo: 'aquí terminaban los dominios de mi Señor; fiel siervo soy y reclamaré, haciendo tangible el amor que por mi patria mi corazón profesa, cada región más allá, donde los pueblos desconozcan la grandeza de la China y no hablen la lengua de Confucio.' Y siguió caminando el buen chino, hasta que se perdió en las llanuras siberianas. No lo volvieron a ver.

Al cuarto señor lo mandaron hacia el Oeste. Una vez en la frontera, pronunció estas palabras: 'aquí terminaban ayer las tierras de mi señor, el Emperador. Hoy terminarán más allá, donde mis pies y mis fuerzas me lleven. Y mañana, allí donde mi vista hoy no llega.' Caminó, así, el oriental explorador. Descubrió pueblos, mares, desiertos y montañas. Llegó más allá de donde cualquier chino había imaginado, y aún más.

Quiso la geoesferidad del planeta La Tierra que este chino debiera pisar nuevamente la tierra que le vio nacer. Corriendo al palacio imperial le vieron los pekineses, bajo el brillo de una cúpula de cristal que entre frondosos bosques sobresalía. 'El Emperador al que usted sirvió murió hace décadas, buen siervo', le dijeron. El hombre salió del palacio y se tiró abajo de una carreta.

La chica de la ferretería (III)

Uno es consciente, un poco en la realidad y otro poco en el mundo de la especulación cognitiva, de dónde se mete cuando da el visto bueno a un proyecto o, pero aún, a la iniciativa individual de algún fulano que lo conoce. Muchas veces yo no mido esto y, siendo así, me veo atrapado en un sinnúmero de embrollos temporales en los cuales media hora significa un recreo eterno y cinco minutos pueden desenlazar un fracaso rotundo y lapidante.

Los hechos que voy a narrar comienzan con su protagonista -quien les escribe- visto en apuros por adeudar la impresión de cientos de panfletos para promocionar las masitas y confituras elaboradas por una vecina del barrio. La vieja acostumbra ser amable para las ventas pero endemoniada y exigente para las compras. Por un comentario u otro llegó a sus oidos que las impresiones me cuestan prácticamente nada, acudiendo de inmediato a solicitar "mis servicios": demás está decir que no presto ni me interesa prestar los mismos.

Jueves por la tarde, un frío que astilla los huesos plasmado en la lluvia fina que no se ve pero empapa. Con la campera roja impermeable, el bolso y abrigado hasta taparme los ojos espero el micro que me alcance hasta el centro, donde debía retirar un par de botellas de tinta indispensable para finalizar el trabajo encomendado. Los conductores, despiadados y alienados de la realidad del peatón, pasaban a toda velocidad, por lo que mi espera transcurrió rápidamente mientras esquivaba los tsunamis de barro y mugre que despedían. En minutos, no fueron más de diez.

Me subí y pedí el máximo. Los vidrios empañados del colectivo lo transformaban en un paralelepípedo virtualmente hermético ante cualquier acontecimiento del mundo exterior. Sobre la fila individual viajaban un viejo absorto en vaya uno a saber qué, con botas de lluvia amarillas, abrigo marrón y bufanda verde, una chica morocha que pisaba los treinta y una suerte de obrero fabrial -al fondo- o, quizá, de la empresa de cable, con su traje entero violeta pálido. En los asientos dobles se disponía una señora gorda y malhumorada con una nena de unos cuatro o cinco años, con flequillo y la cara sucia. Y en los anteúltimos asientos, perdida en sus dibujitos sobre el vidrio húmedo, estaba ella. La chica de la ferretería.

Sentí, de pronto, ese leve golpe en el pecho que da inicio a la precipitación de un lapso de ternura y sonsera, cuando el tiempo se detiene y únicamente existe uno y aquello que nos inspira. Afortunadamente ella siguió con sus cosas, lo que evitó que reconociera el júbilo en mi expresión por cruzármela en el micro.

Ir de la manera más amistosa, saludarla y charla me pareció muy fuera de mí. La hipocresía no me interesa para todo aquello que realmente me importa. Caminé hasta el cuarto asiento de la fila doble y me senté del lado de la ventana. A las pocas cuadras ya estaba inmerso de lleno en el gris de la ventana.

Al faltar una cuadra para mi bajada, me paré y me encaminé ilusionado hacia el fondo, esperando algún gesto, saludo, o señal de que existo. Ella ya no estaba. Sobre el vidrio estaban dibujados corazones, lunas y estrellitas. Y debajo, un nombre.