viernes, 25 de noviembre de 2011

Enanas fascistas

El miércoles pasado por la mañana, mientras viajaba en micro hacia el hospital, tuve la oportunidad de oir por encima una de esas conversaciones frente a las cuales ignoramos si reirnos, indignarnos, lamentarnos o tomarlas como algo totalmente irrelevante. Quienes me conocen saben que tengo una facilidad casi absoluta para escuchar todo aquello que sucede en mi entorno inmediato: en esta ocasión, las víctimas del espionaje involuntario fueron dos "señoras" sentadas en los asientos detrás mío.

Todo comenzó cuando una de ellas, aparentemente en un descuido, golpeó la cartera de la otra.

- ¡Ay, señora! ¡Discúlpeme!
- No pasa nada, no se preocupe. Reaccioné así porque una nunca sabe...
- Es verdad... ¡está terrible la cosa!
- Y sí, hay que estar atentas. Como dice Susana Giménez: las mujeres no somos tontas.

Se imaginarán que cuando escuché nombrar a la filósofa contemporánea Su G. mi interés por la conversación se incremetón exponencialmente. La cosa prometía interesante.

- ¡Cuánta razón! Hay que cuidarse de todo, la situación está terrible.
- Por supuesto, ahora por dos pesos a una la matan.
- ¡Es increíble! Por eso yo siempre digo: si algún día me asaltan en la calle, se van a ir con las manos vacías.
- Es la mejor opción, aunque siempre está el miedo de que ELLOS se enojen y nos hagan daño. Por eso yo siempre salgo con diez pesos y las monedas para el micro, nada más.
- Claro. Diez pesos. Veinte, por las dudas. Cincuenta, por si hay que tomarse un taxi.
- Así es, prácticamente nada...

Y a partir de acá las declaraciones fueron de mal en peor, cada vez más osadas.

- Yo siempre me pregunto: ¿qué será el día de mañana, cuando nuestros hijos sean grandes?
- Y... va a ser todo mucho peor, ELLOS nos van a matar por cualquier cosa.
- Además es increíble, porque ELLOS pueden matarnos a nosotros pero nosotros no podemos hacer lo mismo con ELLOS.
- Sí, y ese ensañamiento, ¡esa maldad!
- Mire... yo creo que todo esto se desmadró cuando sacaron el Servicio Militar...

(sí, pueden imaginar la carcajada que tuve que ahogar cuando escuché eso)

- ¡Totalmente de acuerdo! Porque antes, a un policía, se le tenía respeto.
- Hoy no hay respeto por nada.

Ahora... agárrense las pelucas.

- Es por eso de los DERECHOS HUMANOS.
- Ah... ¿esos que puso la Cristina?
- Sí. ELLOS se protegen con eso de los DERECHOS HUMANOS.
- Y... habrá que ver cuándo los sacan...
- ¡Pero qué los van a sacar! ¡Si la Cristina sigue sacando votos!
- Ah... no, no, no. ¡YO NO LA VOTÉ! ¡YO NO LA VOTÉ!
- ¡Yo tampoco! Solamente los ignorantes la votaron... la gente que NO SABE.

Lamentablemente, para esta altura ya había llegado a mi parada y me tuve que bajar. Al hacerlo, no supe si mirarlas y decirles algo o qué, pero temiendo que llevaran una picana escondida opté por el silencio. Supongo que a las dos cuadras ya estarían reivindicando a Videla y perfilando sus discursos con frases como "Algo habrán hecho" y "Si no andabas en nada raro, no te pasaba nada". O tal vez algún sistema de apartheid, quemar las villas, etc.

En definitiva, es increíble que aún quede gente así y, mejor aún, es increíble que alguien tenga la cabeza y el corazón lo suficientemente podridos como para albergar esa clase de "ideas". Enanas fascistas, nada más.

martes, 15 de noviembre de 2011

To Die For

Algo que me intrigó desde siempre es el hecho de morirse, no como acontecimiento aislado ni mucho menos desde un punto de vista metafísico o intentando siguiera comprenderlo, sino la 'conclusión' de una historia. Me gusta entender todo lo que hago como una obra de ficción donde cada palabra es un paso, cada párrafo, una acción. Los lugares que visitados conforman los escenarios, las decisiones de cada instante obligan a reescribir todo lo que vendrá. Los personajes siguen las huellas de las personas que entran y salen de nuestra vida. Pero la muerte, el final de finales desde la perspectiva más individual, excede en interés a cualquier otro análisis.

Uno ya de por sí se pregunta cientos de cosas al respecto: cómo será, cuándo, dónde, por qué. Qué se sentirá y, por sobre todas las cosas, qué será después. Imaginar una idea de nada, por lo menos para mí, es imposible. Puedo proyectar hechos y situaciones pero no cuando se habla de la muerte propia. Por ejemplo, podemos imaginarnos hoy, acá, sólos, anhelando, esperando lo imposible y preguntándonos cómo será arrojarse a los brazos de esa muchacha que nos quita el sueño, y también podemos un día descubrirnos abrazados, reconociendo como tangible lo que en un momento anterior era pura especulación. Mas no sucede así con la muerte: imaginarnos en una etapa posterior como algo más que algo ya caducado resulta imposible.

Sobre mi conclusión individual se me ocurre lo siguiente: existen varios caminos, algunos carentes de sabor, otros fantásticos. La primera distinción que se me viene a la mente está en morir joven o hacerlo de viejo. Una muerte intermedia me resulta, desde mi perspectiva actual, imposible y aburrida.

Muriendo de viejo uno se expone al riesgo de caer en la zona desfavorable de la dicotomía: la decrepitud y el olvido, por un lado, la grandeza y la acumulación de aventura, por el otro. Sobre lo primero no hay mucho que describir; una muerte gris, fría, sorda y ausente, como la de una estrella que en algún momento supo ser la más brillante pero, ahora, abandonada en algún rincón remoto del Universo sólo puede esperar a desintegrarse. El segundo me parece un panorama más alentador: esa misma estrella, aún brillante, agota sus últimos instantes de brillo iluminando a los demás y desaparece abruptamente en una supernova fantástica.

Morir joven, sin embargo, trae al juego una carta bastante interesante para jugar: lo potencial. Un viejo es, pero más que eso aún, fue; toda aventura ya fue definida, todo acto grandioso ya se conoce, así también sus contrapartes. Un joven que muere sólo deja potencial, hechos que podrían haber sido. Por lo general uno tiende a imaginar lo genial, y esa genialidad potencial que se puede atribuir a quien se corta verde excede con creces cualquier maravilla real. La verdad en esto la vemos a simple vista cuando recordamos que lo ideal, pulido a la perfección en el mundo imaginario, siempre aventaja a lo real, repleto de los defectos propios de una existencia cruda y definida. Por tanto, una vida repleta de posibles historias resulta más interesante sobremanera que aquella poblada por acontecimientos definidos. La muerte joven se manifiesta como una estrella convulsionada, que estalla sin advertencia alguna quemando y arrastrando todo con su onda expansiva.

Yo no sé cuál sería el mejor final para la obra que protagonizo. Sé que se termina con la muerte, de eso no hay duda, pero a veces me invade un fuerte sentimiento que me indica que probablemente muera antes de morir, sea porque finalmente me parta en millones de pedazos o acabe perdiendo la cabeza por completo. De una u otra manera, creo que prefiero ser de las estrellas que explotan bruscamente, ardiendo y resplandeciendo como nunca en el momento previo al final. La idea de perder mi brillo y mis colores para volverme gris, viejo, opaco y seco, dando lugar a la misericordia ajena y a la nostalgia propia e impotente frente a todo lo que fue y nunca podrá volver a ser me aterra a un punto tal de desesperarme.

lunes, 14 de noviembre de 2011

En la soledad absoluta

Una noche de febrero, hace ya varios años atrás, sentado sobre la alfombra y expectante frente a cada uno de los aromas veraniegos que junto con rayos del amanecer inminente se colaban por la ventana de mi pieza, no tuve mejor idea que sumergirme en las más profundas reflexiones sobre el todo, la nada, uno mismo y todo aquello que nos acontece. Pensaba y, mientras lo hacía, ignoraba que en realidad sentía. Los tópicos no tardaron en inclinar la balanza del lado del plato que por entonces me intrigaba sobremanera: uno y la nada, uno y los demás.

Se me ocurrió imaginarme dentro de una estructura circular, justo en el centro, en el interior de una habitación muy oscura y tan pequeña que me costaba moverme, donde la intensidad de lo ausente era tal que apenas podía reconocerse a sí mismo, descubriéndose como un niño desnudo y desamparado. Esa habitación tenía una puerta, simple pero inviolable, que conducía a otro cuarto que, en realidad, era una suerte de pasillo que recorría el perímetro del primero o, visto de otra forma, era una habitación ligeramente más grande que la que contenía. En ella la oscuridad era un concepto imposible; todo era blanco, brillante y pulcro. Caminando allí me veía más grande y vestido. Las paredes exteriores parecían hechas de luz purísima y se presentaban homogéneas excepto por una puerta que conducía a un tercer cuarto, gris, tosco, opaco y sucio, contrastando con su antecesor. Aquí ya me encontraba adulto y abrigado. Cruzando una puerta de madera pude descubrir nuevas habitaciones, contando nueve hasta llegar a un gran portón que conducía al exterior.

La imagen de la estructura me llevó a conjeturas sobre muchas cosas, relacionándola con una ilustración sobre cómo uno es y funciona desde las perspectivas más externas hasta su yo interior. Divisé, entonces, lo terrible: nunca nadie iba a poder pasar al último cuarto. La metáfora me arrastró a concluir que, en el fondo, uno siempre es uno y fuera de eso no existe nada, por mucho que lo queramos, nadie puede llegar a exceder las murallas infranqueables de lo que somos esencialmente y, siendo así, no pude ahuyentar a los pensamientos sobre la soledad.

Todavía estaba sentado sobre la alfombra cuando la emoción me desbordó: pensé en las miradas, en los abrazos, en las palabras y en todo aquello que a fin de cuentas no hacen más que arrastrarnos tomándonos por las orejas y nos arrojan a un pozo sin fondo de mentiras y simulaciones. Pretender lo contrario me resultó imposible y cerrando fuerte los ojos para intentar escapar de esas ideas terribles caí, según puedo suponer hoy en día, en un estado intermedio del sueño. Atacados hasta en lo más sensible mis ojos se convulsionaron y dejaron escapar dos líneas largas de lágrimas, desplomándome la miraba sobre el suelo. Sentí nubes de tormenta dentro mío, el pecho pisado por manadas de elefantes furiosos y la garganta inundada de brebajes calientes, agrios y malignos, ahogándome en complicidad con una mano invisible que clavaba sus dedos fantasmagóricos en mi cuello. Lloré por decenas de razones dibujadas con violencia y pensé que lo único que restaba por hacer era aceptar el abrazo helado de la muerte, el abrazo final. Que nada tenía sentido, que conservarse vivo no era más que obstinarse cruelmente con las exigencias intrascendentes de una existencia simulada.

Entonces apareció.

Algo me alertó que se acercaba. Levanté la vista y, nuevamente, la vi a Ella, ahí sentada frente a mí, mirándome preocupada.

- ¿Por qué estás así?

- Porque todo me resulta irrelevante. Todo lo que soy, todo lo que puedo ser, todo lo que fui, no puedo compartirlo ni hacerlo estallar como me gustaría. Me siento impotente frente a lo que es, que no me permite ser como quiero. Nunca voy a poder mostrarme como me veo ni dejarme abrazar realmente.

- Supiste sobre las puertas: es importante que alcances la idea completa. Tenés la libertad de abrir cuantas puertas quieras, excepto una. Las primeras tres son fáciles, su amplitud le permite pasar a cualquiera. El trío que le sigue es menos accesible, depende de vos en gran medida decidir dejar pasar a alguien, aunque algunos pueden inmiscuirse sin permiso. Las siguientes dos son casi imposibles: vas a tener que determinar, llegado el momento, quién puede acceder y quién no. Probablemente creas que el ingreso es menos restrictivo de lo que parece, pero siempre serás vos quien tenga la palabra final e invite. La última únicamente podés cruzarla solo.

- Entonces disponer de mí mismo como me gustaría es imposible. En definitiva, lo que haga sólo me lleva a situaciones tibias de cualquier manifestación genial. No puedo dar ni me puede ser ofrecido lo que anhelo, la salida por defecto es lo artificial e insípido. Cualquier juego siempre va a estar manchado de imperfección.

- Es inevitable pensar que todo es una farsa orquestada para disimular que estamos increíblemente solos. Todos los abrazos son paliativos y su razón de ser es ocultar esta realidad terrible. Pero es fundamental que sepas también lo siguiente: cuando quieras cruzar a la última habitación, ahí voy a estar. Y cuando te veas de niño, desnudo y encerrado en la oscuridad podés tener la certeza de que estoy con vos. Siempre, aunque todas lo que te rodea se desmorone sobre sí mismo.

Al finalizar de decir esto, me tomó por las mejillas y me secó las lágrimas.

- No llores más, no puedo verte así sin sentir que me parto en pedazos.

Extendió las manos detrás mi nuca y, sujetándome con firmeza, me dio un beso sobre la frente. Luego me miró intensanmente y, abrazándome, me arrojó sobre su hombro. Paulatinamente, sentí cómo mis párpados se volvían pesados y se cerraban.

Desperté con los ojos hinchados y pegajosos cuando el sol del mediodía volvió imposible cualquier plan de sueño, tirado sobre la misma alfombra, en la soledad absoluta.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

De la grandeza de Pekín y el paternalismo como constructor del virtualismo

Pekín es una ciudad muy grande. Tanto lo es que pretender describir su grandeza con seis letras y un "muy" enfático es similar a dibujar a Dios viejo, canoso y barbudo. El adjetivo "grande" le queda chico a una ciudad como Pekín.

En Pekín hay tantas calles, plazas y avenidas como chinos en la China. Afortunadamente la mayoria de los chinos se llama Lee, por lo que disputas como quién tiene la vereda más limpia o qué plaza menos palomas son poco frecuentes. De todas formas esto no es inconveniente para que los chinos peleen. En una ciudad tan grande como Pekín sentirse nada y desesperar es fácil, y, en ese caso, desquitarse con algún infeliz que pase una buena salida catártica. Todos necesitamos sacudir a un chino de vez en cuando.

Aquellos maricones "humanistas", en cambio, optan por consultar al viejo que vive en el quinto piso sobre la verdulería de la señora Lee. Un tipo muy sabio según dicen; muchos años vividos, varios hijos criados y perdidos y, por supuesto, alguna que otra guerra peleada. Hace varios siglos que no hay guerras en la China, pero "soy viejo, déjeme recordar en paz".

Todas las tardes y mañanas el viejo baja con su reposera a la vereda y se sienta al lado de los cajones de frutas. No tarda en llegar la futura parturienta llorando porque teme que su flamante marido la deje por otra. "Va a estar todo bien", dice el viejo, y la joven se va tranquila. Es viejo, seguro tiene razón.

Al mediodía pasan las madres y cientos de chinitos. Van y vuelve a la escuela. No falta la china gorda que sujetando al mocoso del brazo le pregunta al señor de avanzada edad sobre los síntomas de alguna que otra peste que azote al país o las malas calificaciones en Historia y Geografía. "Va a estar todo bien", dice el viejo. Y la madre se va tranquila.

Caída la tarde siempre atiende a algún jovencito asustado por la vida. Las preguntas no determinan a la respuesta. "Va a estar todo bien", dice el viejo, y los muchachos se van aliviados.

Antes de levantarse y cerrar su reposera para volver a su hogar, algún caballero de noble familia lo frena y, monedas de por medio, le pregunta sobre la fidelidad de su esposa, el rumbo de los negocios o la lealtad y confidencia de sus hijos. A cambio de los cobres, el viejo dice: "va a estar todo bien". Y el hombre se va feliz.

Agobiado por los problemas de la gente el viejo sube a su cuarto a descansar. Todas las noches saca de su almohada un sobrecito con una foto. Son sus padres, o al menos eso cree él, ciegamente, a pesar de que el hombre retratado carezca de rasgos chinos. Ni siquiera podría afirmarse que se trata de una foto; la publicidad de puré de papas deshidratado que se observa en el reverso da indicios de ser el recorte de alguna revista. Al pie de la foto, a modo de diálogo dice: "Tengo miedo"; "Va a estar todo bien".

martes, 25 de octubre de 2011

La chica de la ferretería (V)

Al invierno sigue la primavera y luego el verano. El otoño luego se lleva toda esa explosión de vida y cualquier vestigio de ella es rematado por la crudeza de un nuevo invierno. Montados sobre la rueda que captura fuerzas de un río y pone en marcha a un molino, a veces nos paramos sobre la cubeta más alta y otras tantas nos sentimos sumergidos en abismos inundados. Temer subir a la cima porque luego todo lo que nos queda es bajar es, fue y será, a mí entender, la frontera que separa el país de los cobardes sin memoria del de aquellos que protagonizan las grandes historias. Y como más allá de cualquier apreciación cuasipoética no puedo escaparle al tiempo que ocurre ni a la traslación elíptica de nuestro planeta La Tierra alrededor del Sol, ese invierno terminó.

Los nuevos días de vida crecieron, pasando de la tibia timidez al calor de la confianza asegurado por un brillo espeso que se escurría entre las copas de los árboles para alcanzar el suelo con la forma de miles de bolitas de luz. Cada mediodía me encontraba acariciado por ellas, apurado por llegar a mis clases de algoritmos; cada tarde, con el día muriendo rojo a miles de millones de kilómetros, volviendo a mi casa. Pero cada segundo me descubría en falta pensando en la chica de la ferretería.

Había desaparecido. Luego de esa tarde de chocolatada y peste no la había vuelto a ver. Pasaron los días, desconfié de la casualidad de cruzarla y fui a buscarla a su casa. Me atendió su hermano: "Ah, mirá, se volvió para el centro porque empezó a cursar de nuevo". Apelé a dar vueltas los fines de semana por el barrio, aferrado a la idea de que en algún momento tenía que volver a su casa, a buscar algo, lo que sea; pero la idea me demostró no tener contacto con la realidad tanto como las señoras que, al verme merodear con frecuencia, empezaron a sospechar si no estaría tramando algún gran atraco a sus casas.

Ahí me veía, entonces, entre teoremas, demostraciones y estructuras de datos, donde la única conclusión o solución óptima era ella. Ella y su bigote de chocolatada. Ella y su campera rosa chicle. Ella, el único color contrastando contra el gris helado tras la ventana. "Si f(a) < 0 y f(b) > 0 y f es continua entonces existe c tal que sos lo más hermoso que existe en mi universo, chica de la ferretería, aparecé por favor".

Los lunes me planteaba olvidarme; no la iba a volver a cruzar, no tenía sentido seguir así. Los martes fallaba. Los miércoles decidía buscarla; tenía que haber alguna forma e iba a descubrirla cueste lo que cueste. Los jueves me podía el desatino, los viernes desesperaba. Los sábados eran insoportables. Pero, ay de los domingos, donde despertarse significaba ver morir cada instante de la manera más cruel, en una agonía dilatada hasta la tortura. Y esas tardes, a veces teñidas de doscientos cincuenta mil colores, dibujándola sobre la nada para verla al perder la mirada y sufrirla.

Fue un domingo el día en que decidí alejarme de todo esto. Fue un domingo irónico y burlón el día en que alejarse significó acercarse.

Con mis artículos de superviviencia extrema cargados en la mochila -lo inesperado merece ser esperado-, salí de mi casa. Me subí a un micro y me dejé arrastrar por el destino. Media hora más tarde el aire dulce del bosque, mezcla de eucaliptos con garrapiñada y pochoclo me ordenó bajar y caminar por ahí. Particularmente por la garrapiñada, quien me arrastró tomándome de la nariz hacia ella, sólo para tentarme y defraudarme al descubrir que mi mochila de sobreviviente guardaba todo menos lo fundamental en este mundo material: dinero. Entonces me apresuré a explorar todos los rincones, en parte porque era mi plan, en parte para escapar del padecimiento goloso.

Caminé entre algodoneros y monumentos, alrededor de lagos y a través de grutas. Vi niños sacar criaturas monstruosas de las profundidades y alardear por su captura frente a otros. Recorrí caminos, subí y bajé escaleras, tomé fotos a turistas. Alcancé pelotas y admiré a los sátiros obrar con doncellas en las penumbras. El sol fue destronado del reino del mediodía y comenzó a derrumbarse, sangrando rayos cada vez más débiles. La tarde espantó a las muchedumbres y el silencio poco a poco volvió a instalarse. De alguna manera sediento de toda esa tranquilidad, necesaria para que florezcan mis ideas y abordar determinaciones, intenté hacerme lugar al pie de un árbol. Acomodarme me llevó a practicar las más extrañas posiciones, cada unas más cercana al fracaso rotundo. Y así es como la vi. Una turbulenta cascada de pelo rubio, a lo lejos, cayendo sobre una remera turquesa. Una figura quieta, concentrada sobre un cuaderno. "Es la chica de la ferretería". Salí disparado como un cohete al infinito, sin meditar nada.

Me paré justo delante de ella, donde pudiera verme. No logro imaginar aún cuál habrá sido mi expresión, una mezcla agitada de sorpresa con esperanza. Con querer que nunca se escape, con hacer lo correcto, y estar ahí y ser, y verla y tener la constancia de que existe.

- Hola. - disparé.

Pareció desconectarse de sus notas en el cuaderno.

- Hola. - respondió.

Y pude ver en su cara una transformación. Cómo la nada dejó lugar a algo, cómo ese algo encendió esos ojos increíbles con sonrisas. Fue el empujón para arrojarme al precipicio, donde volar o estrellarme valían por igual. Nunca más quería privarme ni de su cara ni del aluvión de felicidad con el que me llenaba cada gesto, cada palabra, cada movimiento que hacía. Mi necesidad de determinaciones se redujo a una conclusión: ella y nada más que ella.

- ¿Qué... andás haciendo por acá? - me preguntó.

- Vine a caminar un rato, tirarme, despejarme un poco de la vida tal vez. También quería aprovisionarme con un paquete de garrapiñadas, pero llegué al puesto y descubrí que no tenía plata, así que no me quedó otra que quedarme con las ganas de eso.

- Sí, yo hago lo mismo. Me gusta venir acá, sentarme y dejar volar lo que se me ocurre. Capaz volcar algo de eso en el cuaderno. Y no te voy a dejar con ganas de garrapiñadas. - dijo mientras sacaba un paquete de su mochila, tirada a un costado sobre pasto seco.

- ¿Estás escribiendo algo en concreto o sólo anotás cosas? - le pregunté.

- Un poco de cada cosa. Si querés podés sentarte acá al lado mío, aprovecharte de mis garrapiñadas y te muestro, ¿dale? - invitó.

Caminaba sobre nubes, esas nubes que aletargan los pasos y nos hunden, agotando los músculos y obligándonos a rendirnos a la caída para ser atajados por el abrazo que anhelamos. El árbol reclamado por la chica de la ferretería era perfecto para sentarse y compartir. Me contó sobre sus historias: personajes de la China, torres que nadie quiere visitar y viejos que aconsejan. Le comenté sobre cosas que me gusta escribir y charlamos acerca eso hasta que se hizo de noche.

- Bueno, está medio oscuro ya. ¿Vamos? - me dijo.

- Dale. ¿Vivís por acá o te tomás algún micro? - pregunté.

- No. Vivo acá. - dijo decidida. Cortó un pedazo de papel de su cuaderno y lo guardó en el bolsillo derecho de mi campera.

- Si bien no le doy mucha bola, este es mi teléfono. - Cortó otro pedazo de papel de la misma hoja y lo guardó en el otro.

- Y si alguna vez querés escribirme para lo que sea, algo que sería genial, este es mi correo. - Cortó un último trozo, me agarró del brazo y lo encerró dentro de mi mano izquierda. - No lo pierdas. - agregó.

"¿Cómo lo podría perder?", pensé.

- Ahora sí... ¿vamos? Hoy me vuelvo a mi casa, mañana no curso y quiero aprovechar para buscar unas cosas desde temprano. - dijo. - Lo que significa que, excepto que te hayas mudado, no te queda más alternativa que viajar conmigo.

"¿Cómo no voy a querer viajar con vos?".

Nos escabullimos por las calles oscuras que nos separaban de la parada del micro. De pronto me sentí protagonista de una aventura en otros tiempos, en otras circunstancias, en otros contextos.

- Todo esto es como el reflejo de algo más tenebroso, ¿no te parece? Me refiero a la calle, la luz anaranjada, los edificios. - le comenté.

- Sin lugar a dudas, es divertidamente espantoso. - respondió.

Afortunadamente -en realidad no, me hubiera gustado caminar diez mil millones de kilómetros y estar doscientos milenios con ella- la parada estaba cerca y el micro no tardó en llegar. Subimos, estaban prácticamente todos los asientos libres con la excepción de uno ocupado por un señor muy anciano, cerca del conductor, y otro por un muchacho hipster que escuchaba música muy fuerte. Nos sentamos en los asientos de par del fondo, justo por delante de la puerta para bajar.

- Me encanta estar en el bosque. Tirarme en el pasto e imaginar que soy yo quien deja que la vida suceda, o sentirme por encima de las cosas y contemplar cómo transcurren. - dijo, quebrando el silencio.

- Es genial despegarse de todo o, por lo menos, arrojarse a la ilusión de que es así. Yo no vengo seguido acá, hoy particularmente me dieron muchas ganas porque necesitaba pensar. - le respondí.

- ¿Fuiste a pensar en algo en particular?.

- Sí. Es tonto que lo comente, pero quería buscar la forma de sacarme una idea de la cabeza que me viene dando vuelta desde hace semanas. Y al final resultó darse todo de una manera bastante extraña.

- Las cosas evolucionan de las maneras más extrañas. Siempre. A veces está bueno dejarlas ser, pero otras tantas, quizá la mayoría, vale la pena empujarlas un poquito para que sean. Por ejemplo, yo no hubiera imaginado nunca que vos, que de chiquito ibas colgado de la pierna de tu papá a la ferretería, hoy ibas a estar acá sentado conmigo. Ahora, ¿se puede saber cuál era esa idea de la que te querías alejar? - contó.

No lo pensé dos veces, ni siquiera una, y lo dije, a todo o nada.

- La idea de volver a verte. Todas las veces que te encontré, de una u otra forma, fueron increíbles para mí. Desde hace semanas estoy pasando por tu cada o caminando por ahí esperando cruzarte, porque quiero eso, quiero lo increíble de cambiar dos palabras con vos, pero no tuve suerte. Incluso fui a tocarte el timbre, pero ya te habías vuelto a mudar al centro me dijeron. Entonces me dije, que bueno, que capaz lo mejor era sacarme todas esas ganas de cosas de encima y dejar que sea lo que deba ser. -

- Es curioso que lo digas, conozco a alguien que le pasa algo bastante parecido. ¿Te gustan los trenes? A mí me gusta mucho la sensación de estar en ningún lugar fijo, mirar, escaparme. - respondió.

- Sí, he ido a dar algunas vueltas en una que otra oportunidad.

- Genial.

Los diez minutos que nos separaban del final del viaje transcurrieron en silencio. Mejor dicho, el silencio de la reflexión, de pensar en lo que uno dijo, lo que uno piensa, lo que dijo el otro. Bajamos a dos cuadras de nuestras respectivas casas y al estar ahí con ella pude ver, sobre esas mismas calles, imagenes, como películas, de otros tiempos. Me veía caminando solo, algún mediodía, esperándola, y sin embargo ahí estaba conmigo, pisando mis mismas huellas, y era todo tan maravillosamente irreal que no sabía cuándo iban a despertarme.

Llegamos a la esquina de la farmacia, donde nuestros caminos se dividían. La chica de la ferretería se quedó parada, pensando, como intentando decir algo.

- ¿Tenés algo que hacer el viernes? - preguntó.

- No, ¿por? - respondí.

- Por nada en particular. Sólo tratá de mantenerte desocupado ese día. Todo el día. Después te digo el porqué. -

Al terminar de decir esto, me abrazó y me dio un beso muy fuerte en la mejilla.

- Ni bien llegues a tu casa, escribime. Pero escribime nada. Es importante. Y... nos vemos luego. - se despidió. Acto seguido, se fue corriendo hacia su casa.

Quedé parado en la nada. ¿Qué querría? ¿Qué tendría en mente? ¿Por qué lo del viernes, por qué el abrazo, por qué todo? No, no debía preguntarme nada. "Las cosas evolucionan de las maneras más extrañas". Sólo eso. Caminé los últimos cincuenta metros hasta mi casa con la mente en blanco. Le escribí "nada", como me había pedido y me tiré en la cama. Esa noche me visitaron árboles, garrapiñadas, pasto, cuadernos, sol y, por sobre todas las cosas, ese calor en el pecho de sentirse lleno.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Sobre cumplir años

Es algo pasajero, a la semana o dos de que se pase la fecha se va un poco este sentimiento, pero no del todo. Y es que no es 'querer pasar las misiones con trampa', como dicen algunos, sino simplemente añorar ese brillo de los más tiernos años, cuando uno tenía la esperanza de encontrar un poco más de magia en el mundo y no meras ilusiones de cartulina, cuando agarrar una mochila e ir con un grupo de compañeros inseparables a entrenar pokemons era posible, o un día te iba a llegar la carta invitándote al Colegio de Magia y Hechicería, o un Señor Oscuro iba a asolar la región y uno formaría parte fundamental de la resistencia en batallas larguísimas y épicas.

Una parte muy importante de mí se desprende con las varitas mágicas, los anillos, las espadas que estuvieron rotas pero fueron reforjadas, los valientes de la Tercera Edad, la comunidad del Universo dejando fluir la Fuerza, los personajes de la China eterna o la chica de la ferretería que me sonríe cuando le compro una T para cable coaxial, y me es inevitable sentir que a medida que todo esto se diluye me voy transformando en todo aquello crudo y vacío que siempre desprecié, pero no puedo hacer nada, las ilusiones se me escapan de las manos como agua entre los dedos.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Qué, quién, cómo

Qué decir sino que no te vi llegar. Quién sabría que esa plaza, esa feria, ese pasillo configuraban el portal bajo el que al fin te conocía. Y cómo anticipar que podías existir, cómo prever que una tarde entre charlatantes traficantes de chucherías y alcahuetes del destino te me ibas a subir de la cabeza para ya nunca querer dejarte bajar. No sé si fue tu brillo natural bajo la luz débil de aquel sol de otoño, o las hojas doradas coloreando el contorno de cada una de las curvas que te definen, tan firmes como delicadas, lo que me deslumbró al verte, o siquiera si son importantes. Pero tengo la certeza de tus caricias, una afirmación de suavidad y determinación con la que lograste inmiscuirte incluso en mis pensamientos, destruyendo muros, derribando todos mis prejuicios monolíticos y nutriéndome con el sabor de tu paso tempestuoso sobre mí. Y sobre todo me recuerdo desnudo; esa magnífica desnudez, primero tímida, luego cómplice, a la que me invitaste con cada uno de tus rasguños, arañándome la cordura y venciendo las defensas de la guarida de mi yo esencial para inundarme con las aguas ignitas perfumadas de placeres y éxtasis. O la dulzura de tus abrazos cuando una noche manchada de estrellas de satisfacción caía sobre nosotros para envolvernos e invitarnos a jugar en el refugio del silencio, donde cada textura, las tuyas y las mías, orquestaban un concierto de sensaciones tácitas.

Algún día, cuando nos volvamos viejos, todo lo que hoy es no será más que un recuerdo. El tiempo que nos corroe nos robará el brillo y nos oxidará hasta pulverizarnos. Sin embargo, para entonces serán fuerte las raíces del árbol que hoy, apenas una semilla, decidimos sembrar. Y los pétalos de sus flores, arrastrados por el viento de algún otoño futuro, escribirán sobre el verde un mensaje de mil colores: te quiero, masajeador capilar.