viernes, 25 de noviembre de 2011

Enanas fascistas

El miércoles pasado por la mañana, mientras viajaba en micro hacia el hospital, tuve la oportunidad de oir por encima una de esas conversaciones frente a las cuales ignoramos si reirnos, indignarnos, lamentarnos o tomarlas como algo totalmente irrelevante. Quienes me conocen saben que tengo una facilidad casi absoluta para escuchar todo aquello que sucede en mi entorno inmediato: en esta ocasión, las víctimas del espionaje involuntario fueron dos "señoras" sentadas en los asientos detrás mío.

Todo comenzó cuando una de ellas, aparentemente en un descuido, golpeó la cartera de la otra.

- ¡Ay, señora! ¡Discúlpeme!
- No pasa nada, no se preocupe. Reaccioné así porque una nunca sabe...
- Es verdad... ¡está terrible la cosa!
- Y sí, hay que estar atentas. Como dice Susana Giménez: las mujeres no somos tontas.

Se imaginarán que cuando escuché nombrar a la filósofa contemporánea Su G. mi interés por la conversación se incremetón exponencialmente. La cosa prometía interesante.

- ¡Cuánta razón! Hay que cuidarse de todo, la situación está terrible.
- Por supuesto, ahora por dos pesos a una la matan.
- ¡Es increíble! Por eso yo siempre digo: si algún día me asaltan en la calle, se van a ir con las manos vacías.
- Es la mejor opción, aunque siempre está el miedo de que ELLOS se enojen y nos hagan daño. Por eso yo siempre salgo con diez pesos y las monedas para el micro, nada más.
- Claro. Diez pesos. Veinte, por las dudas. Cincuenta, por si hay que tomarse un taxi.
- Así es, prácticamente nada...

Y a partir de acá las declaraciones fueron de mal en peor, cada vez más osadas.

- Yo siempre me pregunto: ¿qué será el día de mañana, cuando nuestros hijos sean grandes?
- Y... va a ser todo mucho peor, ELLOS nos van a matar por cualquier cosa.
- Además es increíble, porque ELLOS pueden matarnos a nosotros pero nosotros no podemos hacer lo mismo con ELLOS.
- Sí, y ese ensañamiento, ¡esa maldad!
- Mire... yo creo que todo esto se desmadró cuando sacaron el Servicio Militar...

(sí, pueden imaginar la carcajada que tuve que ahogar cuando escuché eso)

- ¡Totalmente de acuerdo! Porque antes, a un policía, se le tenía respeto.
- Hoy no hay respeto por nada.

Ahora... agárrense las pelucas.

- Es por eso de los DERECHOS HUMANOS.
- Ah... ¿esos que puso la Cristina?
- Sí. ELLOS se protegen con eso de los DERECHOS HUMANOS.
- Y... habrá que ver cuándo los sacan...
- ¡Pero qué los van a sacar! ¡Si la Cristina sigue sacando votos!
- Ah... no, no, no. ¡YO NO LA VOTÉ! ¡YO NO LA VOTÉ!
- ¡Yo tampoco! Solamente los ignorantes la votaron... la gente que NO SABE.

Lamentablemente, para esta altura ya había llegado a mi parada y me tuve que bajar. Al hacerlo, no supe si mirarlas y decirles algo o qué, pero temiendo que llevaran una picana escondida opté por el silencio. Supongo que a las dos cuadras ya estarían reivindicando a Videla y perfilando sus discursos con frases como "Algo habrán hecho" y "Si no andabas en nada raro, no te pasaba nada". O tal vez algún sistema de apartheid, quemar las villas, etc.

En definitiva, es increíble que aún quede gente así y, mejor aún, es increíble que alguien tenga la cabeza y el corazón lo suficientemente podridos como para albergar esa clase de "ideas". Enanas fascistas, nada más.

martes, 15 de noviembre de 2011

To Die For

Algo que me intrigó desde siempre es el hecho de morirse, no como acontecimiento aislado ni mucho menos desde un punto de vista metafísico o intentando siguiera comprenderlo, sino la 'conclusión' de una historia. Me gusta entender todo lo que hago como una obra de ficción donde cada palabra es un paso, cada párrafo, una acción. Los lugares que visitados conforman los escenarios, las decisiones de cada instante obligan a reescribir todo lo que vendrá. Los personajes siguen las huellas de las personas que entran y salen de nuestra vida. Pero la muerte, el final de finales desde la perspectiva más individual, excede en interés a cualquier otro análisis.

Uno ya de por sí se pregunta cientos de cosas al respecto: cómo será, cuándo, dónde, por qué. Qué se sentirá y, por sobre todas las cosas, qué será después. Imaginar una idea de nada, por lo menos para mí, es imposible. Puedo proyectar hechos y situaciones pero no cuando se habla de la muerte propia. Por ejemplo, podemos imaginarnos hoy, acá, sólos, anhelando, esperando lo imposible y preguntándonos cómo será arrojarse a los brazos de esa muchacha que nos quita el sueño, y también podemos un día descubrirnos abrazados, reconociendo como tangible lo que en un momento anterior era pura especulación. Mas no sucede así con la muerte: imaginarnos en una etapa posterior como algo más que algo ya caducado resulta imposible.

Sobre mi conclusión individual se me ocurre lo siguiente: existen varios caminos, algunos carentes de sabor, otros fantásticos. La primera distinción que se me viene a la mente está en morir joven o hacerlo de viejo. Una muerte intermedia me resulta, desde mi perspectiva actual, imposible y aburrida.

Muriendo de viejo uno se expone al riesgo de caer en la zona desfavorable de la dicotomía: la decrepitud y el olvido, por un lado, la grandeza y la acumulación de aventura, por el otro. Sobre lo primero no hay mucho que describir; una muerte gris, fría, sorda y ausente, como la de una estrella que en algún momento supo ser la más brillante pero, ahora, abandonada en algún rincón remoto del Universo sólo puede esperar a desintegrarse. El segundo me parece un panorama más alentador: esa misma estrella, aún brillante, agota sus últimos instantes de brillo iluminando a los demás y desaparece abruptamente en una supernova fantástica.

Morir joven, sin embargo, trae al juego una carta bastante interesante para jugar: lo potencial. Un viejo es, pero más que eso aún, fue; toda aventura ya fue definida, todo acto grandioso ya se conoce, así también sus contrapartes. Un joven que muere sólo deja potencial, hechos que podrían haber sido. Por lo general uno tiende a imaginar lo genial, y esa genialidad potencial que se puede atribuir a quien se corta verde excede con creces cualquier maravilla real. La verdad en esto la vemos a simple vista cuando recordamos que lo ideal, pulido a la perfección en el mundo imaginario, siempre aventaja a lo real, repleto de los defectos propios de una existencia cruda y definida. Por tanto, una vida repleta de posibles historias resulta más interesante sobremanera que aquella poblada por acontecimientos definidos. La muerte joven se manifiesta como una estrella convulsionada, que estalla sin advertencia alguna quemando y arrastrando todo con su onda expansiva.

Yo no sé cuál sería el mejor final para la obra que protagonizo. Sé que se termina con la muerte, de eso no hay duda, pero a veces me invade un fuerte sentimiento que me indica que probablemente muera antes de morir, sea porque finalmente me parta en millones de pedazos o acabe perdiendo la cabeza por completo. De una u otra manera, creo que prefiero ser de las estrellas que explotan bruscamente, ardiendo y resplandeciendo como nunca en el momento previo al final. La idea de perder mi brillo y mis colores para volverme gris, viejo, opaco y seco, dando lugar a la misericordia ajena y a la nostalgia propia e impotente frente a todo lo que fue y nunca podrá volver a ser me aterra a un punto tal de desesperarme.

lunes, 14 de noviembre de 2011

En la soledad absoluta

Una noche de febrero, hace ya varios años atrás, sentado sobre la alfombra y expectante frente a cada uno de los aromas veraniegos que junto con rayos del amanecer inminente se colaban por la ventana de mi pieza, no tuve mejor idea que sumergirme en las más profundas reflexiones sobre el todo, la nada, uno mismo y todo aquello que nos acontece. Pensaba y, mientras lo hacía, ignoraba que en realidad sentía. Los tópicos no tardaron en inclinar la balanza del lado del plato que por entonces me intrigaba sobremanera: uno y la nada, uno y los demás.

Se me ocurrió imaginarme dentro de una estructura circular, justo en el centro, en el interior de una habitación muy oscura y tan pequeña que me costaba moverme, donde la intensidad de lo ausente era tal que apenas podía reconocerse a sí mismo, descubriéndose como un niño desnudo y desamparado. Esa habitación tenía una puerta, simple pero inviolable, que conducía a otro cuarto que, en realidad, era una suerte de pasillo que recorría el perímetro del primero o, visto de otra forma, era una habitación ligeramente más grande que la que contenía. En ella la oscuridad era un concepto imposible; todo era blanco, brillante y pulcro. Caminando allí me veía más grande y vestido. Las paredes exteriores parecían hechas de luz purísima y se presentaban homogéneas excepto por una puerta que conducía a un tercer cuarto, gris, tosco, opaco y sucio, contrastando con su antecesor. Aquí ya me encontraba adulto y abrigado. Cruzando una puerta de madera pude descubrir nuevas habitaciones, contando nueve hasta llegar a un gran portón que conducía al exterior.

La imagen de la estructura me llevó a conjeturas sobre muchas cosas, relacionándola con una ilustración sobre cómo uno es y funciona desde las perspectivas más externas hasta su yo interior. Divisé, entonces, lo terrible: nunca nadie iba a poder pasar al último cuarto. La metáfora me arrastró a concluir que, en el fondo, uno siempre es uno y fuera de eso no existe nada, por mucho que lo queramos, nadie puede llegar a exceder las murallas infranqueables de lo que somos esencialmente y, siendo así, no pude ahuyentar a los pensamientos sobre la soledad.

Todavía estaba sentado sobre la alfombra cuando la emoción me desbordó: pensé en las miradas, en los abrazos, en las palabras y en todo aquello que a fin de cuentas no hacen más que arrastrarnos tomándonos por las orejas y nos arrojan a un pozo sin fondo de mentiras y simulaciones. Pretender lo contrario me resultó imposible y cerrando fuerte los ojos para intentar escapar de esas ideas terribles caí, según puedo suponer hoy en día, en un estado intermedio del sueño. Atacados hasta en lo más sensible mis ojos se convulsionaron y dejaron escapar dos líneas largas de lágrimas, desplomándome la miraba sobre el suelo. Sentí nubes de tormenta dentro mío, el pecho pisado por manadas de elefantes furiosos y la garganta inundada de brebajes calientes, agrios y malignos, ahogándome en complicidad con una mano invisible que clavaba sus dedos fantasmagóricos en mi cuello. Lloré por decenas de razones dibujadas con violencia y pensé que lo único que restaba por hacer era aceptar el abrazo helado de la muerte, el abrazo final. Que nada tenía sentido, que conservarse vivo no era más que obstinarse cruelmente con las exigencias intrascendentes de una existencia simulada.

Entonces apareció.

Algo me alertó que se acercaba. Levanté la vista y, nuevamente, la vi a Ella, ahí sentada frente a mí, mirándome preocupada.

- ¿Por qué estás así?

- Porque todo me resulta irrelevante. Todo lo que soy, todo lo que puedo ser, todo lo que fui, no puedo compartirlo ni hacerlo estallar como me gustaría. Me siento impotente frente a lo que es, que no me permite ser como quiero. Nunca voy a poder mostrarme como me veo ni dejarme abrazar realmente.

- Supiste sobre las puertas: es importante que alcances la idea completa. Tenés la libertad de abrir cuantas puertas quieras, excepto una. Las primeras tres son fáciles, su amplitud le permite pasar a cualquiera. El trío que le sigue es menos accesible, depende de vos en gran medida decidir dejar pasar a alguien, aunque algunos pueden inmiscuirse sin permiso. Las siguientes dos son casi imposibles: vas a tener que determinar, llegado el momento, quién puede acceder y quién no. Probablemente creas que el ingreso es menos restrictivo de lo que parece, pero siempre serás vos quien tenga la palabra final e invite. La última únicamente podés cruzarla solo.

- Entonces disponer de mí mismo como me gustaría es imposible. En definitiva, lo que haga sólo me lleva a situaciones tibias de cualquier manifestación genial. No puedo dar ni me puede ser ofrecido lo que anhelo, la salida por defecto es lo artificial e insípido. Cualquier juego siempre va a estar manchado de imperfección.

- Es inevitable pensar que todo es una farsa orquestada para disimular que estamos increíblemente solos. Todos los abrazos son paliativos y su razón de ser es ocultar esta realidad terrible. Pero es fundamental que sepas también lo siguiente: cuando quieras cruzar a la última habitación, ahí voy a estar. Y cuando te veas de niño, desnudo y encerrado en la oscuridad podés tener la certeza de que estoy con vos. Siempre, aunque todas lo que te rodea se desmorone sobre sí mismo.

Al finalizar de decir esto, me tomó por las mejillas y me secó las lágrimas.

- No llores más, no puedo verte así sin sentir que me parto en pedazos.

Extendió las manos detrás mi nuca y, sujetándome con firmeza, me dio un beso sobre la frente. Luego me miró intensanmente y, abrazándome, me arrojó sobre su hombro. Paulatinamente, sentí cómo mis párpados se volvían pesados y se cerraban.

Desperté con los ojos hinchados y pegajosos cuando el sol del mediodía volvió imposible cualquier plan de sueño, tirado sobre la misma alfombra, en la soledad absoluta.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

De la grandeza de Pekín y el paternalismo como constructor del virtualismo

Pekín es una ciudad muy grande. Tanto lo es que pretender describir su grandeza con seis letras y un "muy" enfático es similar a dibujar a Dios viejo, canoso y barbudo. El adjetivo "grande" le queda chico a una ciudad como Pekín.

En Pekín hay tantas calles, plazas y avenidas como chinos en la China. Afortunadamente la mayoria de los chinos se llama Lee, por lo que disputas como quién tiene la vereda más limpia o qué plaza menos palomas son poco frecuentes. De todas formas esto no es inconveniente para que los chinos peleen. En una ciudad tan grande como Pekín sentirse nada y desesperar es fácil, y, en ese caso, desquitarse con algún infeliz que pase una buena salida catártica. Todos necesitamos sacudir a un chino de vez en cuando.

Aquellos maricones "humanistas", en cambio, optan por consultar al viejo que vive en el quinto piso sobre la verdulería de la señora Lee. Un tipo muy sabio según dicen; muchos años vividos, varios hijos criados y perdidos y, por supuesto, alguna que otra guerra peleada. Hace varios siglos que no hay guerras en la China, pero "soy viejo, déjeme recordar en paz".

Todas las tardes y mañanas el viejo baja con su reposera a la vereda y se sienta al lado de los cajones de frutas. No tarda en llegar la futura parturienta llorando porque teme que su flamante marido la deje por otra. "Va a estar todo bien", dice el viejo, y la joven se va tranquila. Es viejo, seguro tiene razón.

Al mediodía pasan las madres y cientos de chinitos. Van y vuelve a la escuela. No falta la china gorda que sujetando al mocoso del brazo le pregunta al señor de avanzada edad sobre los síntomas de alguna que otra peste que azote al país o las malas calificaciones en Historia y Geografía. "Va a estar todo bien", dice el viejo. Y la madre se va tranquila.

Caída la tarde siempre atiende a algún jovencito asustado por la vida. Las preguntas no determinan a la respuesta. "Va a estar todo bien", dice el viejo, y los muchachos se van aliviados.

Antes de levantarse y cerrar su reposera para volver a su hogar, algún caballero de noble familia lo frena y, monedas de por medio, le pregunta sobre la fidelidad de su esposa, el rumbo de los negocios o la lealtad y confidencia de sus hijos. A cambio de los cobres, el viejo dice: "va a estar todo bien". Y el hombre se va feliz.

Agobiado por los problemas de la gente el viejo sube a su cuarto a descansar. Todas las noches saca de su almohada un sobrecito con una foto. Son sus padres, o al menos eso cree él, ciegamente, a pesar de que el hombre retratado carezca de rasgos chinos. Ni siquiera podría afirmarse que se trata de una foto; la publicidad de puré de papas deshidratado que se observa en el reverso da indicios de ser el recorte de alguna revista. Al pie de la foto, a modo de diálogo dice: "Tengo miedo"; "Va a estar todo bien".