miércoles, 31 de diciembre de 2014

La chica de la ferretería (VII)

Algunas personas, probablemente aquellas adeptas a lo esotérico con justificaciones científicas agarradas por los pelos, sostienen que al viajar uno vive más. Podría tal vez conformarme al interpretar esta idea como una metáfora, pero estaría ignorando todas aquellas afirmaciones que componen una ensalada de espacio, tiempo, la traslación del planeta La Tierra, y nuestra velocidad relativa en el Universo tomando como punto de referencia un cero imaginario. Aún así, tantas complicaciones no darían sustento a lo que para mí resultaba demasiado obvio: viajar junto con la chica de la ferretería fue vivir más, demasiado más, más que aquel de los relojes chiquitos de pulsera, o el de los gigantescos que coronan torres y palacios.

Nuestro viaje alternó micros con trenes, pero cada término tuvo como denominador común miles de segundos increíbles, sean charlando sobre la gente que esperaba en el andén, recordando algún viaje anterior, discutiendo las maravillas de los aparatejos que nos ofrecían los vendedores ambulantes, o simplemente con el silencio que me permitía conversar conmigo mismo, verla sentada al lado mío, afirmar que no existía mejor lugar ni mejor momento para existir.

Varias horas después, pasado el mediodía, llegamos a destino. El último tren tenía estación terminal en lo que parecía ser una casona enorme, de techo a dos aguas de madera, protegido por montones de tejas rojas. Caminamos entre el gentío y escapamos del lugar por una puerta que nos liberó sobre algo parecido a una plazoleta, entre una calle comercial y una avenida. La mayoría de la gente parecía ocupada con sus tareas cotidianas; niños que lloraban pidiendo juguetes a sus mamás, chicos que salían del colegio, mamás preguntando precios de juguetes que no iban a comprar.

- Mirá, unas bicis. - señaló la chica de la ferretería. - ¿Te animás?

A pocos metros nuestro se ubicaba un gazebo donde un par de promotores de la vida saludable gestionaban el préstamo de bicicletas. Luego de un breve intercambio de documentos y rodados, obtuvimos un par de ellas.

- Vení, vamos por esta calle. -

Pedaleamos por una pequeña callecita de adoquines, oculta bajo las copas de tilos frondosos, menos atiborrada de personas pero repleta de traqueteos y saltos. Hablar resultaba más divertido.

- Siiiii seeeeguiiiiiimoooossss poooorrr aaaacáaaaaa lleeeegaaamoooss aaaaal ríiiiiooo eeeeenseeeeguiiiidaaaa - me dijo.

"Tal vez no quiera llegar al río, chica de la ferretería" - pensé. Viajar me permitía enamorarme de cada uno de sus detalles. Porque ahí estaba ella, pedaleando, con la mochila a cuestas sobre su remera gris, con dos cintas azules atándole el cabello, sonriéndome cuando la adelantaba, peleándome cuando ella me pasaba, viéndola brillar cada vez que el sol se escurría entre las hojas de los árboles.

- Qué mejores árboles que son estos. - le comenté.

- Sí, debería haber más árboles, ¿no te parece? Vivir entre árboles y no los árboles entre nosotros, donde entren. - me respondió.

- La sombra es linda, el aroma que se respira es lindo, pedalear bajo ellos es lindo. - me atreví a opinar.

- ... nosotros somos lindos. - agregó, para luego culminar con su risa.

"Vos sos la más linda."

- Las bicis y los adoquines no hacen buena pareja, definitivamente. - le comenté.

- Es parte del camino. Hay que saber entender lo inevitable, y no evitarnos lo que queremos, como en este caso, llegar. - me respondió

Al final de la calle encontramos un enrejado que nos obligó a doblar hacia la derecha. Un par de cuadras más adelante se encontraba la ribera, y el viento fresco y húmedo nos alivió la acalorada pedaleada. Dejamos las bicicletas sobre un muro que oficiaba de cantero a una familia de palmeras pequeñas y nos sentamos en uno de los bancos de piedra que permitía contemplar el río.

- Bueno. Acá estamos. - me dijo.

- Es un lugar increíble. - destaqué. - Excelente elección, camarada. Antes de irnos no nos olvidemos de pasar por aquella feria - le señalé con la mano en dirección a un montón de puestos.

Me regaló una sonrisa pronunciada en sus ojos más que en su boca. Y esos ojos azules colmados de luz se enlazaron con los míos como nunca antes. Quería ser mirado, porque al serlo, la reconocía real.

- ¡Me había olvidado! Traje esto. - me dijo mientras sacaba de su mochila una bolsa repleta de roscas azucaradas. - Son de huevo y azúcar, como las que hacen las abuelas.

Mi necesidad de un desayuno, hasta entonces apaciguada por estar con ella, se apoderaron de mí y me obligaron a abalanzarme sobre las rosquitas.

- Menos mal que te gustan. - comentó con tono de triunfo.

- Están buenísimas. Deberías parar con hacer cosas geniales, me puedo empachar. - le agradecí.

La bolsa pronto quedó vacía, y para completar recargamos nuestras botellas con agua fresca de una canilla ubicada a pocos pasos de nuestro asiento. El refresco, junto con la caída de la tarde y el ida y vuelta de opiniones sobre las cuestiones más fundamentales de la existencia - como cuál es el mejor alfajor o cuál es la mejor película de guerreros espartanos - transformó al viento en frío, pero no ese frío que obliga a refugiarse sino ese frío previo a una noche cálida repleta de luces de colores y aventuras aún más coloridas. Un frío que se abriga con un abrazo.

Cuando el cielo destiñó el celeste en naranja, considerando las horas de viaje que aún teníamos delante, decidimos volver, no sin antes pasar por entre los vendedores de dulzuras y ornamentos mágicos. Con nuestras bicicletas y de a pie buscamos pasar entre puestos que ofrecían duendes, tablas talladas para comer, veladores, y cosas más plenas como caramelos con gustos raros y tarros de mermelada. Nuestra pobreza nos permitió hacernos con una colección de alfajores de varios sabores. Mochila cargada mediante, emprendimos el camino de regreso.

Regresar suele ser en muchas oportunidades la repetición inversa de pasos que ya dimos. En otros casos, el regreso es imposible. Existe un camino de vuelta que nunca vamos a poder transitar; por ejemplo, el camino que nos lleve a ese mundo del que vinimos, pero que ya no existe más, sea por cuestiones físicas - demolieron esa esquina, cerraron esa juguetería - o por cuestiones de nuestro corazón - ya no creemos en eso que creíamos. Otras vueltas, sin embargo, no son vueltas sino que son idas disfrazadas de venidas. El camino de regreso a casa junto a la chica de la ferretería fue una de ellas.

Con nuestras bicis recorrimos nuevamente la calle adoquinada. Los árboles no nos protegían del sol esta vez; escondían sobre sus copas un cielo violeta intenso que comenzaba a descubrir las primeras estrellas. El silencio reemplazó las voces de las personas a medida que nos alejábamos de la ribera, dando lugar nuevamente al traqueteo de las bicicletas sobre las piedras, pintado del naranja de los faroles de sodio que comenzaban a encenderse. Alcanzamos la plazoleta y al entregar las bicicletas recuperamos nuestras identidades.

Estar junto a la chica de la ferretería, compartir con ella lo que podría ser habitual, despejaba en mí todas aquellas tardes de expectativa y angustia, queriendo cruzarla, encontrarla, saludarla, intercambiar dos palabras. Ahora ella estaba al lado mío, y sacar dos pasajes para el tren era lo natural, tanto como el ligero escalofrío que me recorría cada vez que cruzábamos las manos con algún vuelto o boleto; o cuando sus ojos, ahora pintados de azul profundo, me descubrían mirándola y me regalaban alegría.

Un tren. Una chica de la ferretería animada, comiendo golosinas conmigo.

- Este alfajor está buenísimo, probalo. - y me comparte medio de dulce de frutas con glaseado de azúcar y limón.

- Este también. - y se lo intercambio por uno con chocolate y mousse de dulce de leche con nuez.

Una chica de la ferretería agotada de tantos kilómetros, ya callada, desplomó su cabeza rubia sobre mi hombro izquierdo. Sentí por primera vez su cabello suave acariciándome la mejilla, y sin mediar palabra, sin saber qué hacer, sin buscar aprobación, me animé a cruzar su espalda con mi brazo e invitarla a recostarse sobre mi pecho más cómodamente. Terminamos así el viaje, y luego quedaba por esperar el primer micro.

No pronunciamos palabra durante la espera, hasta que la chica de la ferretería, con su actitud pensativa, me hizo presa de la curiosidad y me obligó a preguntarle.

- ¿Qué mirás?

- Una estrella. Esa que está ahí, y que se ve sola.

- Sí, la veo. ¿Y qué tiene de especial esa estrella?

- No tiene nada de especial. Simplemente está sola. Aún siendo tan brillante, no es un cielo estrellado, entonces no puede ser la más linda ni iluminar ningún camino.

- Seguramente esté lleno de estrellas alrededor, pero más chiquitas y menos brillantes.

- Si hubiera menos luz, podríamos verlas, y sería ese cielo estrellado digno de acompañarnos.

Nuestro micro apareció sólo para transportarnos en silencio hacia otro micro, que nos devolvería al barrio de siempre, pero como nunca. La parada sobre la avenida que aquella misma mañana nos vio partir entre corridas, ahora nos recibía de medianoche. Las mismas dos cuadras a pie, y entre ellas, la casa de la señora de los caramelos, cuyo sabor dulce parecía hacer eco en el tiempo con el último bocado de los alfajores.

La esquina de la farmacia era el último punto de nuestro recorrido en común.

- Bueno, llegamos. - me dijo entre bostezos y con los ojos medio cerrados.

- Todos los caminos nos llevaban a este punto. - le dije mientras me hacía el misterioso.

- Excepto los que son paralelos, que nos significarían caminar hasta el infinito. Si camino dos metros más, se me van a caer los pies. - respondió, con tono divertido.

Nos quedamos sentados sobre la parte baja de la ventana de la farmacia, sin cruzar palabras. A los pocos minutos, se paró y exclamó.

- Tendré que hacer el esfuerzo y caminar esos pasos, aunque mis dedos digan que no.

- Te acompaño.

Caminamos los primeros metros, y agregó.

- Fue una aventura genial.

Entonces el tiempo pareció detenerse, y sentí que tenía que tomar la determinación de descubrir todo aquello que me pasaba con ella, que el mismo abrazo en el tren existía en mí elevado a la enésima potencia.

- Pará, Perdón, volvamos un segundo hacia atrás.

Regresamos a la esquina de la farmacia, y nos quedamos ahí, parados, en silencio.

- No puedo irme así.

La chica de la ferretería cambió su expresión somnolienta por una repleta de expectativa. La abracé por la cintura y, arrojándome para no evitar lo que quería...

... ella me sorprendió con un beso.

Tan soñado, tan mío, tan de ella. Con sus ojos llenos de juego, cuando jugábamos a los espías. Y tan intenso que de a ratos sentía despegarme del suelo.

Nos abrazamos muy fuerte, y al hacerlo, ella me dijo al oído.

- Sos una aventura genial.

La acompañé a su casa, y frente a la ferretería donde alguna vez la había descubierto mientras buscaba cable coaxil, nos besamos nuevamente. Luego ella abrió su mochila, sacó de su anotador una hoja varias veces doblada, y la guardó en uno de los bolsillos de la mía.

- Esto lo escribí el día que nos encontramos en el bosque. Cuando puedas leelo. - me dijo.

Nos despedimos y, al cerrar la puerta, volví corriendo a mi casa. Sentado sobre mi cama, desplegué su nota y la leí.

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El verano siempre es motivo de expectativa. Se anuncia ya durante los primeros días de diciembre, tan brillantes, de calor intenso. Explotan en los eneros de piletas, mares, arena, o bosques y viajes. Se disfrutan en febrero, que nace naranja y madura en un marzo tibio y rojo como un sol viejo. Cada año, el verano repite un ciclo, como los días, los meses, y las vidas. Sin embargo, cada ciclo es hogar de un montón de sorpresas nuevas. Ojalá seamos un verano que guarde veranos que tengan otros veranos adentro, llenos de aún más veranos. Ojalá los ciclos se superpongan y broten de ellos nuevas aventuras. Ojalá nunca dejemos de sorprendernos.

Te quiere mucho. Para siempre.

J.

viernes, 13 de junio de 2014

Chandrasekhar

No creyeron que pudiera ser cierto cuando ese mediodía lo que parecía una jornada normal y cotidiana los sorprendió con la terrible noticia. El orgullo y la altanería inherentes a los humanos les impidió reconocer lo insignificante de su existencia, la irrelevancia de su estadía en un Universo configurado por y para gigantes megalíticos. Negar la fatalidad, sin embargo, nos les iba a permitir escabullirse de su fatídico destino: el Sol iba a morir, y con él pretendía llevarse a todas las criaturas que bajo la protección de su cálido abrazo habían existido.

Aunque súbito, el desenlace no les era desconocido ni imprevisto; durante miles de años la humanidad tuvo presente que la catástrofe que ahora golpeaba las puertas de su estancia era un hecho inevitable. Pero a pesar de las posibilidades que la búsqueda de alternativas podía llegar a ofrecer, ignoraron con determinación la persecución, justificándose con sus pretensiones banales y estrujando con ahínco el derroche y sus caprichos. Fascinados con la falsa iluminación que hallaron en descubrimientos triviales se convencieron de ser dioses y sobrestimaron su capacidad para sortear cualquier contratiempo.

Hacía tiempo que el Sol, enorme, helado y anciano, iluminaba con flaqueza al planeta Tierra. Los días brillantes en la juventud del mundo no eran ahora más que un lúgubre y sombrío recuerdo de su pasado. Tímidamente el cielo alcanzaba ahora a teñirse de rojo violáceo, pintando de infierno todas cosas sobre su lienzo. Los contornos, violentos y profundos, completaban la dualidad cromática a la que los humanos se habían acostumbrado. Un mundo espeso, colmado de somnolencia y jaqueca, donde sólo apenas unos pocos seres viscosos y miserables habían sobrevivido para coexistir en el paraíso de excremento de la humanidad, que siempre servil a un egoísmo absurdo continuaba girando los engranajes de una sociedad apática y ajena bajo premisas aún más detestables e inconmensurablemente falsas: el bien mayor, el porvenir, el sano mañana.

Fue bajo el letargo propio de una rutina repetida hasta el hartazgo que desconocieron durante gran parte de la jornada las convulsiones del Sol. Finalmente, la llegada de éste a lo más alto del firmamento los alertó: los espamos, ineludibles, encendieron todo tipo de inquietudes, que como fugaces jinetes recorrieron el planeta crispando incluso los temores de los más valientes. Los estudiosos no tardaron en inundar con sus respuestas: la detonación del astro era inminente. Incapaces de hallar una salida, sólo acertaron en cuantificar la tragedia. Sólo un amanecer restaba por ver a la humanidad.

La sentencia anunciada quebró como grito al silencio la monotonía insulsa de las vidas automáticas. La importancia de los quehaceres, otrora incuestionable y digna de los más descabellados sacrificios, pasó al plano de lo irrelevante. Dubitativos, temerosos y expectantes se congregaron lentamente en las calles, abandonando a la deriva la barca que, ahora comprendían, no los había conducido a buen puerto a pesar de sus convicciones. Se descubrieron desamparados ante su suerte; una nefasta suerte frente a la cual sólo la impotencia podía tener lugar, donde la totalidad del pánico apenas podía verse reflejada en los miles de millones de ojos que, envueltos en aires carmesí, contemplaban sobre sus cabezas al gigante rojo que oficiaría la ejecución.

La desazón fue lo que alimentó la verdadera identidad torpemente ocultada por los humanos. Desesperados, se quebraron como agua ante la roca y dieron inicio la hecatombe siempre latente y deseada fuera de la tutela de una tranquilidad simulada por la convivencia y la conveniencia. Tan básicos, tan primitivos, se abalanzaron unos sobre otros para cometer los atropellos más aterradores: asesinatos, violaciones, torturas, ablaciones, canibalismo; todo aquello que los constituía en esencia pero que bajo el yugo de la extirpación morbosa de los placeres debían abandonar para sostener la mentira de una realidad imaginaria, donde lo fáctico, lo concreto, era desdeñable y lo virtual, lo magníficamente perfecto. El mundo apacible estalló en gritos y llantos.

El atardecer descubrió la matanza estratificada en un sistema de castas espeluznante: los crueles, que canalizaban su inferioridad en la destrucción de todo y de todos; los autistas, que vagaban por doquier absortos en la contemplación y la inacción absoluta; y los suicidas, creativos incomprendidos capaces de idear los más fantásticos planes con el simple objetivo de liquidarse. Cada rincón del planeta, atiborrado por la pestilencia de la iniquidad, oyó ejecutar a demonios, espectros y condenados la triste sinfonía del fin de los tiempos.

Al caer las sombras la carnicería concluyó bajo la custodia maternal de la Luna, cuyo halo centinela sirvió para apaciguar el ímpetú de la humanidad doliente. El cielo encarnado se degradó en un violeta mágico y alquímico inundado de brisa nocturna impregnada de jazmines, superponiéndose al fétido olor a herrumbre de la masacre pasada. Las estrellas, con su singular tintineo, consolidaron la panacea que menguó el abatimiento general. Dóciles nuevamente, los humanos que habían logrado subsistir a la erupción desoladora del ocaso volvieron al trance de lo social y lo correcto, al imperio de lo artificial. El silencio otra vez fue mayoría. En falsa calma la humanidad fue convocándose en rondas multitudinarias. Ocultando la náusea y el desprecio, llegó aún más lejos: en un intento fingido de amor y prosperidad, se profesaron cariño y fuerzas. La soledad, en el final de todas las cosas, era algo terrible de enfrentar.

Los rayos del Sol expirante irrumpieron furiosos y centellantes en medio de la madrugada. Los humanos, perplejos ante el hecho anticipado, se paralizaron. La noche fue fugazmente profanada por un desbordamiento de mediodía. Paulatinamente el verdugo dejó verse: titánico, descomunal, ardiendo en su luminosidad bermeja, el Sol comenzó a completar la recta final de su vida. Con la admiración de los justos perdedores, la humanidad toda observó con las mejillas cargadas de lágrimas cada milímetro del ascenso de su guillotina. El corte certero sobre la garganta de su existencia dejaría rodar la cabeza hacia la canasta de los extintos.

La violencia de las convulsiones se acentuó con cada instante y el reflejo de luz pasó de escarlata a oro y de éste a un blanco purísimo y enceguecedor. Aterrados, algunos cayeron sobre sus rodillas y se encomendaron a supuestos redentores todopoderosos; otros intentaron negociar las promesas más descabelladas y los sacrificios más ridículos por la salvación. Unos pocos conjuraron incoherencias a los cielos, a los infiernos, a los justos y a la desigualdad de la existencia, como si la igualdad hubiera sido alguna vez considerada prioritaria o, mejor aún, algo siquiera cierto. Los menos se resignaron a enfrentar su fortuna de la manera más poética, adoptando posturas trascendentales para dejar como legado a una posteridad imposible.

El mañana era utópico, y algunos sólo lo comprendieron cuando el resplandor incandescente les impidió seguir mirando. Las nubes se incendiaron y desaparecieron del planeta en cuestión de segundos, consumidas en una reacción plasmática. Los suelos comenzaron a arder y a expulsar vapores sulfurosos de las grietas que se formaron. Los humanos siguieron de pie, experimentando de principio a fin, con resignación, la destrucción de su existencia. Tan simple, tan pequeña, tan insignificante en el momento de la muerte del Sol, la humanidad sintió cómo el calor abrasivo rasgaba y descascaraba su piel, y la sangre borboteaba cocida por las zonas fisuradas a medida que aullidos horripilantes y agónicos recorrían La Tierra. A la cefalea insoportable le siguió la carne ardiendo mientras el cabello se transformaba en una corona de llamas. El brillo, blanco, puro, incontenible y reinante se incrustaba en los ojos de viejos, adultos y niños y los hacía estallar efusivamente desparramando gelatina y plasma. La oscuridad relativa profundizó los alaridos que llevaron al colapso en una punzada insoportable en medio del corazón. Nadie quedó en pie. La conciencia, sin embargo, demoró más en caer: el dolor terminó cuando el cerebro del último humano acabó por freirse en su propio jugo.

A la desaparición de toda la vida le siguió la del planeta entero. La Tierra, arrasada, reseca e indefensa frente al desastre acabó por fundirse en la supernova. Abruptamente la masa brillante se contrajo y transformó en una mancha oscura e imperceptible. Análogamente, la humanidad quedó sumergida en la nada y pasó a integrar las filas de los olvidados en la vastedad del Universo. De su breve paso por la Historia sólo queda esta crónica.

sábado, 3 de mayo de 2014

La chica de la ferretería (VIb)

El sol pegaba fuerte aquella mañana de miércoles. De reojo podía capturar, como si de una foto se tratara, ese algo tan particular de sus ojos, ese color mágico ahora magnificado por la luz circundante. Y su nariz, y sus mejillas, y su boca, su labio inferior ligeramente regordete en comparación con el otro. Todas las formas del rostro que más quería cruzarme, con esa expresión de sonrisa implícita caminando a mi lado, delineada por infinitos rayos de sol que, luego de inmolarse en su pelo, buscaban refugio en mis ojos transformados en lo más bonito. El sol de miércoles brillando amarillo. Porque, además, los miércoles son amarillos.

- ¡Ja ja! ¿En serio? Sí, es un buen color para un día miércoles. - me dijo antes de llegar a la esquina de la farmacia, donde debíamos doblar hacia la izquierda.

- ¿Eh? ¿Qué cosa? - le respondí confundido.

- Que los miércoles son amarillos, eso dijiste.

Estaba pensando en voz alta. ¿Habría sido aquello lo único que se me había escapado? No es que todo lo anterior estuviera mal, sería una pronunciación sincera, pero para entonces no quería deshacerme en poesía sobre ella, aunque ella fuese el mejor poema.

- Ah, sí. Bueno, es que siempre asocié los días con algunos colores. Los lunes y los miércoles son amarillos. Los martes, naranja. El jueves es violeta, el viernes es rojo y el sábado, negro. Los días domingo son blancos, pero un blanco muy brillante, como una luz que te deja ciego y es capaz de detener el tiempo.

- Qué increíble. Para mí los días jueves son de color violeta, pero un violeta muy oscuro, casi negro, como el cielo en algunas noches de invierno, ¿notaste? Esas en las que estás sólo vos y las estrellas.

- Sí, sé a qué te referís.

Giramos hacia la calle que nos llevaría a la avenida sobre la cual, dos cuadras más adelante, tomaríamos el micro. Ahora el sol nos pegaba de lleno.

- No te burles. - le avisé. Saqué de mi mochila mis lentes para el sol. El día es algo que disfruto en muchos contextos, pero la luz en exceso me molesta, provoca picazón en mis ojos, y un lagrimeo casi constante. Sumado a mi naturaleza de querer abarcarlo todo, el resultado es un par de lentes gigantes...

- ... como de robot. - dijo la chica de la ferretería, mientras imitaba a uno con la voz monótona y con sus brazos acompañando un andar trabado.

No puede ser tan linda, es irreal, como caminar sobre una nube que se hunde para abrazarnos y luego permitirnos ir, porque era eso, querer rendirme frente a todo y dejarme envolver por la marejada de lo que sentía.

- Mirá, la casa de la señora de los caramelos, ¿te acordás? - exclamó mientras señalaba la fachada de una casa bastante arruinada. El frente estaba decorado con ladrillos comunes, alguna vez pintados, hoy completamente descascarados. La entrada me recordaba a una cueva; existía una suerte de recepción, cubierta, donde podía verse una puerta de madera, alguna vez pintada de blanco, y a su derecha una ventana con las persianas fuera de lugar.

- ¡Tenés que acordarte! La señora se sentaba todas las tardes, ahí bajo la ventana, y nos regalaba caramelos cuando pasábamos. Me acuerdo que algunos chicos se quedaban charlando con ella, vos entre ellos. - agregó, mientras seguíamos caminando.

- Sí, creo acordarme. Usaba siempre vestidos largos y oscuros, y tenía una caramelera... ¿de vidrio? Grandota, llena de colores.

- Sí.

La chica de la ferretería desvió rápidamente la mirada hacia la esquina donde estaba la parada del micro, y su expresión alegre se volvió seria y atenta.

- Me parece que viene el micro, mejor apuremos el paso. - dijo mientras se lanzaba a la carrera.

Durante unos cientos de milisegundos quedé congelado en mi lugar, como si hubiera echado raíces entre la tierra, quebrando baldosas y contrapisos, y el tiempo, y las cosas y su traslado en el espacio se volvieran lentos y espesos. La pude ver entera, una en el mundo pero, ¿cuál mundo?. Logré entender cómo se componía, cómo se figuraba frente a mí con sus zapatillas de goma negra, sus vaqueros azules envejecidos, su pulóver en crudo, y su mirada fija al frente. ¿Qué frente? El que fuera, pero que esté delante. Y mientras me enfocaba en sus pies despegados del suelo, el tiempo volvió a su curso normal y también me eché a correr.

No pude alcanzarla, por mucho. Afortunadamente ella llegó a tiempo.

- ¡Dale que arranca! - me animó desde la escalera del micro, mientras este se ponía en marcha.

El último metro lo acorté de un salto hacia el vehículo avanzando. Logré tomarme del pasamanos izquierdo, y la chica de la ferretería sujetó fuertemente mi mochila, para equilibrarme.

- No te caigas, que hoy es un día de aventuras y sería una pena que terminase tan temprano. - me dijo con una sonrisa cómplice mientras el pavimento cambiaba cada vez con mayor velocidad. - Además, quedaste en que me acompañabas. -

"Hasta el final del planeta, chica de la ferretería. De ida, de vuelta, y de ida de nuevo."

Nos acercamos al chofer y sacamos dos pasajes hasta la estación de trenes. La aventura quedaba inaugurada.