jueves, 4 de febrero de 2010

Maia I'Pheria

La envidia es uno de los sentimientos más oscuros y destructivos que puede albergar el corazón de una persona. No sólo provoca malestar en el pobre incauto que le dé lugar, sino que corroe con el tiempo toda expresión de singularidad, del propio ser. Lo que llamarías "lo mío" pasa a ser "lo del otro", "lo de ellos".

La flagelación total del yo desemboca, finalmente, en un cinismo digno de un psicópata. El odio que el envidioso siente por sí mismo se refleja en su totalidad en el odio que expresa sobre su entorno y, a su vez, le otorga inmunidad emocional para proceder con las acciones que lo acerquen a su cometido.

Los objetos de envidia son infinitos; siempre surge algo más para pretender. Esto da lugar a la terrible que significa el fin del envidioso: o abandona los objetivos con total resignación, o los persigue hasta desintegrarse de todas las formas posibles.

El envidioso que articula las acciones del relato que pasa a ilustrar estas reflexiones se llama David. Es un tipo sin mayores penas o logros, profundamente sumergido en la rutina del profesional que no ha conseguido avanzar en lo suyo y se encuentra condenado a una vida de servicios para aquellos quienes supieron, aparentemente, mover mejor las fichas en el tablero del tiempo. "David, hacé esto.", "David, hacé lo otro.", "David, terminá aquello.", es lo único que los mortales se dignan a decirle.

[falta terminar...]