martes, 25 de octubre de 2011

La chica de la ferretería (V)

Al invierno sigue la primavera y luego el verano. El otoño luego se lleva toda esa explosión de vida y cualquier vestigio de ella es rematado por la crudeza de un nuevo invierno. Montados sobre la rueda que captura fuerzas de un río y pone en marcha a un molino, a veces nos paramos sobre la cubeta más alta y otras tantas nos sentimos sumergidos en abismos inundados. Temer subir a la cima porque luego todo lo que nos queda es bajar es, fue y será, a mí entender, la frontera que separa el país de los cobardes sin memoria del de aquellos que protagonizan las grandes historias. Y como más allá de cualquier apreciación cuasipoética no puedo escaparle al tiempo que ocurre ni a la traslación elíptica de nuestro planeta La Tierra alrededor del Sol, ese invierno terminó.

Los nuevos días de vida crecieron, pasando de la tibia timidez al calor de la confianza asegurado por un brillo espeso que se escurría entre las copas de los árboles para alcanzar el suelo con la forma de miles de bolitas de luz. Cada mediodía me encontraba acariciado por ellas, apurado por llegar a mis clases de algoritmos; cada tarde, con el día muriendo rojo a miles de millones de kilómetros, volviendo a mi casa. Pero cada segundo me descubría en falta pensando en la chica de la ferretería.

Había desaparecido. Luego de esa tarde de chocolatada y peste no la había vuelto a ver. Pasaron los días, desconfié de la casualidad de cruzarla y fui a buscarla a su casa. Me atendió su hermano: "Ah, mirá, se volvió para el centro porque empezó a cursar de nuevo". Apelé a dar vueltas los fines de semana por el barrio, aferrado a la idea de que en algún momento tenía que volver a su casa, a buscar algo, lo que sea; pero la idea me demostró no tener contacto con la realidad tanto como las señoras que, al verme merodear con frecuencia, empezaron a sospechar si no estaría tramando algún gran atraco a sus casas.

Ahí me veía, entonces, entre teoremas, demostraciones y estructuras de datos, donde la única conclusión o solución óptima era ella. Ella y su bigote de chocolatada. Ella y su campera rosa chicle. Ella, el único color contrastando contra el gris helado tras la ventana. "Si f(a) < 0 y f(b) > 0 y f es continua entonces existe c tal que sos lo más hermoso que existe en mi universo, chica de la ferretería, aparecé por favor".

Los lunes me planteaba olvidarme; no la iba a volver a cruzar, no tenía sentido seguir así. Los martes fallaba. Los miércoles decidía buscarla; tenía que haber alguna forma e iba a descubrirla cueste lo que cueste. Los jueves me podía el desatino, los viernes desesperaba. Los sábados eran insoportables. Pero, ay de los domingos, donde despertarse significaba ver morir cada instante de la manera más cruel, en una agonía dilatada hasta la tortura. Y esas tardes, a veces teñidas de doscientos cincuenta mil colores, dibujándola sobre la nada para verla al perder la mirada y sufrirla.

Fue un domingo el día en que decidí alejarme de todo esto. Fue un domingo irónico y burlón el día en que alejarse significó acercarse.

Con mis artículos de superviviencia extrema cargados en la mochila -lo inesperado merece ser esperado-, salí de mi casa. Me subí a un micro y me dejé arrastrar por el destino. Media hora más tarde el aire dulce del bosque, mezcla de eucaliptos con garrapiñada y pochoclo me ordenó bajar y caminar por ahí. Particularmente por la garrapiñada, quien me arrastró tomándome de la nariz hacia ella, sólo para tentarme y defraudarme al descubrir que mi mochila de sobreviviente guardaba todo menos lo fundamental en este mundo material: dinero. Entonces me apresuré a explorar todos los rincones, en parte porque era mi plan, en parte para escapar del padecimiento goloso.

Caminé entre algodoneros y monumentos, alrededor de lagos y a través de grutas. Vi niños sacar criaturas monstruosas de las profundidades y alardear por su captura frente a otros. Recorrí caminos, subí y bajé escaleras, tomé fotos a turistas. Alcancé pelotas y admiré a los sátiros obrar con doncellas en las penumbras. El sol fue destronado del reino del mediodía y comenzó a derrumbarse, sangrando rayos cada vez más débiles. La tarde espantó a las muchedumbres y el silencio poco a poco volvió a instalarse. De alguna manera sediento de toda esa tranquilidad, necesaria para que florezcan mis ideas y abordar determinaciones, intenté hacerme lugar al pie de un árbol. Acomodarme me llevó a practicar las más extrañas posiciones, cada unas más cercana al fracaso rotundo. Y así es como la vi. Una turbulenta cascada de pelo rubio, a lo lejos, cayendo sobre una remera turquesa. Una figura quieta, concentrada sobre un cuaderno. "Es la chica de la ferretería". Salí disparado como un cohete al infinito, sin meditar nada.

Me paré justo delante de ella, donde pudiera verme. No logro imaginar aún cuál habrá sido mi expresión, una mezcla agitada de sorpresa con esperanza. Con querer que nunca se escape, con hacer lo correcto, y estar ahí y ser, y verla y tener la constancia de que existe.

- Hola. - disparé.

Pareció desconectarse de sus notas en el cuaderno.

- Hola. - respondió.

Y pude ver en su cara una transformación. Cómo la nada dejó lugar a algo, cómo ese algo encendió esos ojos increíbles con sonrisas. Fue el empujón para arrojarme al precipicio, donde volar o estrellarme valían por igual. Nunca más quería privarme ni de su cara ni del aluvión de felicidad con el que me llenaba cada gesto, cada palabra, cada movimiento que hacía. Mi necesidad de determinaciones se redujo a una conclusión: ella y nada más que ella.

- ¿Qué... andás haciendo por acá? - me preguntó.

- Vine a caminar un rato, tirarme, despejarme un poco de la vida tal vez. También quería aprovisionarme con un paquete de garrapiñadas, pero llegué al puesto y descubrí que no tenía plata, así que no me quedó otra que quedarme con las ganas de eso.

- Sí, yo hago lo mismo. Me gusta venir acá, sentarme y dejar volar lo que se me ocurre. Capaz volcar algo de eso en el cuaderno. Y no te voy a dejar con ganas de garrapiñadas. - dijo mientras sacaba un paquete de su mochila, tirada a un costado sobre pasto seco.

- ¿Estás escribiendo algo en concreto o sólo anotás cosas? - le pregunté.

- Un poco de cada cosa. Si querés podés sentarte acá al lado mío, aprovecharte de mis garrapiñadas y te muestro, ¿dale? - invitó.

Caminaba sobre nubes, esas nubes que aletargan los pasos y nos hunden, agotando los músculos y obligándonos a rendirnos a la caída para ser atajados por el abrazo que anhelamos. El árbol reclamado por la chica de la ferretería era perfecto para sentarse y compartir. Me contó sobre sus historias: personajes de la China, torres que nadie quiere visitar y viejos que aconsejan. Le comenté sobre cosas que me gusta escribir y charlamos acerca eso hasta que se hizo de noche.

- Bueno, está medio oscuro ya. ¿Vamos? - me dijo.

- Dale. ¿Vivís por acá o te tomás algún micro? - pregunté.

- No. Vivo acá. - dijo decidida. Cortó un pedazo de papel de su cuaderno y lo guardó en el bolsillo derecho de mi campera.

- Si bien no le doy mucha bola, este es mi teléfono. - Cortó otro pedazo de papel de la misma hoja y lo guardó en el otro.

- Y si alguna vez querés escribirme para lo que sea, algo que sería genial, este es mi correo. - Cortó un último trozo, me agarró del brazo y lo encerró dentro de mi mano izquierda. - No lo pierdas. - agregó.

"¿Cómo lo podría perder?", pensé.

- Ahora sí... ¿vamos? Hoy me vuelvo a mi casa, mañana no curso y quiero aprovechar para buscar unas cosas desde temprano. - dijo. - Lo que significa que, excepto que te hayas mudado, no te queda más alternativa que viajar conmigo.

"¿Cómo no voy a querer viajar con vos?".

Nos escabullimos por las calles oscuras que nos separaban de la parada del micro. De pronto me sentí protagonista de una aventura en otros tiempos, en otras circunstancias, en otros contextos.

- Todo esto es como el reflejo de algo más tenebroso, ¿no te parece? Me refiero a la calle, la luz anaranjada, los edificios. - le comenté.

- Sin lugar a dudas, es divertidamente espantoso. - respondió.

Afortunadamente -en realidad no, me hubiera gustado caminar diez mil millones de kilómetros y estar doscientos milenios con ella- la parada estaba cerca y el micro no tardó en llegar. Subimos, estaban prácticamente todos los asientos libres con la excepción de uno ocupado por un señor muy anciano, cerca del conductor, y otro por un muchacho hipster que escuchaba música muy fuerte. Nos sentamos en los asientos de par del fondo, justo por delante de la puerta para bajar.

- Me encanta estar en el bosque. Tirarme en el pasto e imaginar que soy yo quien deja que la vida suceda, o sentirme por encima de las cosas y contemplar cómo transcurren. - dijo, quebrando el silencio.

- Es genial despegarse de todo o, por lo menos, arrojarse a la ilusión de que es así. Yo no vengo seguido acá, hoy particularmente me dieron muchas ganas porque necesitaba pensar. - le respondí.

- ¿Fuiste a pensar en algo en particular?.

- Sí. Es tonto que lo comente, pero quería buscar la forma de sacarme una idea de la cabeza que me viene dando vuelta desde hace semanas. Y al final resultó darse todo de una manera bastante extraña.

- Las cosas evolucionan de las maneras más extrañas. Siempre. A veces está bueno dejarlas ser, pero otras tantas, quizá la mayoría, vale la pena empujarlas un poquito para que sean. Por ejemplo, yo no hubiera imaginado nunca que vos, que de chiquito ibas colgado de la pierna de tu papá a la ferretería, hoy ibas a estar acá sentado conmigo. Ahora, ¿se puede saber cuál era esa idea de la que te querías alejar? - contó.

No lo pensé dos veces, ni siquiera una, y lo dije, a todo o nada.

- La idea de volver a verte. Todas las veces que te encontré, de una u otra forma, fueron increíbles para mí. Desde hace semanas estoy pasando por tu cada o caminando por ahí esperando cruzarte, porque quiero eso, quiero lo increíble de cambiar dos palabras con vos, pero no tuve suerte. Incluso fui a tocarte el timbre, pero ya te habías vuelto a mudar al centro me dijeron. Entonces me dije, que bueno, que capaz lo mejor era sacarme todas esas ganas de cosas de encima y dejar que sea lo que deba ser. -

- Es curioso que lo digas, conozco a alguien que le pasa algo bastante parecido. ¿Te gustan los trenes? A mí me gusta mucho la sensación de estar en ningún lugar fijo, mirar, escaparme. - respondió.

- Sí, he ido a dar algunas vueltas en una que otra oportunidad.

- Genial.

Los diez minutos que nos separaban del final del viaje transcurrieron en silencio. Mejor dicho, el silencio de la reflexión, de pensar en lo que uno dijo, lo que uno piensa, lo que dijo el otro. Bajamos a dos cuadras de nuestras respectivas casas y al estar ahí con ella pude ver, sobre esas mismas calles, imagenes, como películas, de otros tiempos. Me veía caminando solo, algún mediodía, esperándola, y sin embargo ahí estaba conmigo, pisando mis mismas huellas, y era todo tan maravillosamente irreal que no sabía cuándo iban a despertarme.

Llegamos a la esquina de la farmacia, donde nuestros caminos se dividían. La chica de la ferretería se quedó parada, pensando, como intentando decir algo.

- ¿Tenés algo que hacer el viernes? - preguntó.

- No, ¿por? - respondí.

- Por nada en particular. Sólo tratá de mantenerte desocupado ese día. Todo el día. Después te digo el porqué. -

Al terminar de decir esto, me abrazó y me dio un beso muy fuerte en la mejilla.

- Ni bien llegues a tu casa, escribime. Pero escribime nada. Es importante. Y... nos vemos luego. - se despidió. Acto seguido, se fue corriendo hacia su casa.

Quedé parado en la nada. ¿Qué querría? ¿Qué tendría en mente? ¿Por qué lo del viernes, por qué el abrazo, por qué todo? No, no debía preguntarme nada. "Las cosas evolucionan de las maneras más extrañas". Sólo eso. Caminé los últimos cincuenta metros hasta mi casa con la mente en blanco. Le escribí "nada", como me había pedido y me tiré en la cama. Esa noche me visitaron árboles, garrapiñadas, pasto, cuadernos, sol y, por sobre todas las cosas, ese calor en el pecho de sentirse lleno.