miércoles, 25 de febrero de 2009

La chica de la ferretería (II)

Hay dos cosas que detesto hacer. La primera es tener que irle a comprar alimento balanceado a Laura, mi ex-mascota, ahora formalmente mascota de mi hermanito. La segunda no me la acuerdo, pero seguramente tenga que ver con algo que incluya personas o, a falta de ellas, animales. Es evidente que los seres vivos no me caen simpáticos; los muertos tampoco.

Sí me resulta simpático rascarme los rincones para luego olerme los dedos. En este momento particular, cuando no hace mucho que no me baño pero tampoco tan poco, huelen a miel. Es divertido que así suceda.

No es divertido, sin embargo, que sea de esta manera una de esas tardes de verano, cuando nos pica la cabeza y no nos atrevemos a salir afuera por miedo a insolarnos o, peor aún (ya que no se soluciona con un buen antifebril como el ibuprofeno), la piel nos quede rojo fosforescentes y nos arda hasta el Día del Juicio, aburridos de tanto rascarnos nos ponemos una gorra y partimos, temerarios, hacia maravilloso comercio: La Ferretería.

Sucedió que, luego de que un manual con instrucciones para la composición de napalm líquido cayera a mi poder, no me resistí y, monedas y llavero en el bolsillo (evitando que, dado que soy muy flaquito, se me cayeran los pantalones), fui a La Ferretería, de nuevo. Había ido ya la semana anterior a por unos tornillos con tuerca para lograr la épica hazaña que significa rearmar una pileta de lona con la mitad de sus partes originales y, así, contrarrestarle un poco un verano seco y denso a mis hermanos. No fue, sin lugar a dudas, tan interesante como esta vez.

Llegué al sitio y cuando me disponía a girar el picaporte y entrar, la puerta se abrió. Salió el Maestro Ferretero, un hombre de unos 40-50 años, al que las canas no le dan vergüenza y, a decir verdad, le sientan respetables y estéticamente bien. Son poquitas, de todos modos.

Supe, entonces, que no iba a ser atendido por tan venerable figura, as de los convertidores de óxido y salvador de ancianitas con zapatos despegados y llaves perdidas. Y sabiendo esto supuse sería atendido por su hijo, un chico de unos veinte años que poco a poco va dominando las técnicas de su padre, aunque le cuesta. Fortuitamente, no fue así.

Parada detrás del mostrador repleto de pegamentos universales se veía a una rubiecita, vestida con un pareo clarito y una remera naranja fuerte. Era La Chica de la Ferretería.

Me sentí un poco intimidado. Ya sabrán, los que me leen, las cosas que he vivido con La Chica de la Ferretería. Y yo, también, lo supe en ese momento. No tenía por qué reprimirme; la Chica de la Ferretería me entendía, sabía lo que quería y sabía, también, cómo tratarme. Así que me acerqué a pedirle las cosas (no tuve que sacar número esta vez, no había nadie siendo atendido ni esperando).

Antes que nada, debo decir que me quise observarla. Bastaron unos segundos para hacerlo. Se la veía triste; en sus ojos se reflejaban los recuerdos de ese noviecito que, según comentaban en el barrio, le había roto el corazón. La parte inferior de las pestañas demostraban el haber llorado mucho. Así que, con mi mejor humor (¿por qué estaría mal hacer un poco el bien cada tanto?), intenté hacerle pasar un rato simpático.

- ¡Hola! ¿Cómo estás? Hacía rato que no se te veía por el barrio.- le dije.
- Hola, buenas tardes. - me contestó - Es que estoy estudiando en el centro y me fui a vivir con mi abuela durante el año, para ahorrar en transporte. ¿Vós cómo andás?
- Bien, pasado de calor y buscando unas cosas para jugar con mis hermanos.- (verán, el sostener conversaciones largas con mujeres sin acudir a mis fines-excusas pragmáticos me es imposible)
- Ah, ¿tenés hermanos? No sabía, siempre te veía por el barrio solo.
- Es que son mucho más chiquitos que yo, los dos.
- Y, decime, qué andás precisando.
- Ando buscando un pan de jabón blanco y un poco de nafta, si es que vendés.
- Jajaja. - se sonrió de una manera muy simpática y dulce. Me gustó. - ¿Qué estás por hacer estallar el barrio?
- No.... bah, mirá, te soy sincero. Encontramos un manual de Química con mis hermanos y queremos hacer un par de cosas del libro. Nada peligroso, para jugar un rato y que los chicos se entretengan con algo nuevo.
- Veo... Napalm.

Me quedé sorprendido. ¡La Chica de la Ferretería sabía sobre Química y sobre el napalm!

- Wow, parece que estás informada sobre el tema. ¿Vos ya lo hiciste? ¿Es difícil?
- Lo sé porque estoy estudiando Ingeniería Química y, bueno, esas "recetas" son los típicos comentarios del primer año.
- ¿Estás en la facultad de acá? ¿Cómo puede ser que nunca nos cruzamos, entonces?
- Ah, ¿vos también estudiás ingeniería?
- Sí, podría decirse que sí, que estudio.
- Mirá qué bueno. Yo todavía estoy con las ciencias básicas, y voy a tener para un rato más. Esperame un segundo, te voy trayendo las cosas.

Se fue para el fondo y, al ratito, volvió, de nuevo sonriendo.

- La nafta te la voy a deber. Se llevó lo último el vecino gordo de la casa de rejas amarillas, ¿lo ubicás? No voy a dejarte aburrido con tus hermanitos, igual. Tomá, te las regalo.

¿Qué me estaba dando La Chica de la Ferretería? ¡Dos barritas de magnesio!

- Tené cuidado con los ojos. - agregó. - No van a hacer nada peligroso, sólo un flash muy fuerte, seguro que a tus hermanitos les va a gustar.
- Pero, por favor, decime cuánto te debo por el jabón y esto.
- Por el jabón son $1,20. Las barritas llevátelas, son un regalo.
- Gracias.

No sé cómo pronuncié ese último 'gracias'. Estaba completamente embobado. La Chica de la Ferretería no sólo era bonita, sino que ahora era simpática y amistosa conmigo. Me sentía muy bien.

Sin embargo, torpe como soy, agarré las cosas, pagué y concluí.

- Gracias, de verdad.
- No te hagas problema, no es nada. ¿Por cierto, cómo te llamás?
- Lucio.
- Bueno, Lucio, un gusto verte nuevamente. Jaja, cualquier día podés avisarme y te puedo mostrar algunas "recetas" interesantes para jugar con tus hermanos.
- Vale, arreglamos luego.

Me sentía en el cielo. La Chica de la Ferretería sonreía, y me sonreía a mí. Se la veía muy linda, sinceramente. Pero me tenía que ir así que, cosas en la mano izquierda y vuelto en la derecha, me despedí. Abrí la puerta y, con una última sonrisa, la crucé. Me di cuenta, al instante, de mi error. Quise volver para enmendarlo y, sin mirar previamente, pregunté.

- ¿Cómo te llamás?

Nadie me contestó. La Chica de la Ferretería se había vuelto para adentro y yo, me volví a mi casa, no para hacer experimentos divertidos con mis hermanos, sino para tirarme en la cama, aplastarme, y seguir soñando con esa chica bonita que brilla entre adhesivo de contacto y destornilladores.

Sueños iffigianos (I)

Anoche volví a soñar con ella. Qué más da, sucedió y ya. Uno no puede decidir qué sueña y qué no, es una conclusión a la que llegué luego de varios meses de investigación.

Pensé que se había muerto, que había desaparecido y que no la iba a ver nunca más. Pero volvió.

Yo estaba triste. De pronto, recibo una caja llena de cartas y recortes de papel. Agarro uno en particular: era una hoja larga, hecha de recortes de papel cuadriculador de carpeta, como las que usan los niños en la escuela. Tenía forma de corbata y se plegaba. Estaba escrita con crayón y lápiz mal afilado.

¿Qué decía? Decía que alguien me quería, que siempre me había querido, desde que me conoció. También decía que nunca había querido a nadie. Por mí, por conocerme a mí.

No lo dudé. Sabía quién era, sabía dónde encontrarla y, por sobre todas las cosas, sabía que me quería, que me aceptaba y que me iba a estar esperando con los brazos abiertos.

La encontré en la calle. Estaba tan linda como siempre: el pelo castaño hasta el cuello, desprolijo, la cara blanca y perfecta, con un leve rosado, y los ojos azules increíbles. Me vió y sonrió, se sonrojó un poco. Le hablé sin dudarlo un instante, nos reimos, comentamos estupideces, caminamos. Como había sucedido antes. Como me gusta que suceda.

Ella nunca había querido querer a nadie. Una allegada me comentó que, desde que me conoció, se encerró en mí y no quizo saber nada con la plebe. Se hizo de noche, caminábamos por una calle con la vereda rota, y nos detuvimos. Me sonreía y yo me moría de ganas de abrazarla. No lo resistí más, lo hice y ella se sonrió aún más. La miré y nos dimos el beso más bonito que pudiera existir. Luego nos enredamos con la mirada y le dije 'Ya está'. Era un yastá diferente, no como lo entendía hasta entonces, un yastá de un final infeliz: este era uno de principio, uno de aventura, uno de regocijo, abrazo y felicidad. Ella estaba contentísima y me abrazaba fuerte.

En este punto, cabe hacer una aclaración: me sentía un poco culpable. Me sentía mal por no corresponderle, por no "haber esperado". Ella había conservado todas las ganas de ser con un otro para mí; yo no, ya tenía mis cositas encima. La aflicción duró un par de segundos. Es difícil construir recuerdos, ay, ¡pero es tan fácil descartarlos!.

El sueño terminaba en un día frío; una noche, mejor dicho. Estabamos tirados en mi cama, tapados con mi frazada mágica iffigiana, mirándonos como dos idiotas, riéndonos de esa magia violeta que manaba de los ojos del otro. Ella me jugaba con la nariz, se acercaba y golpeaba la mía. De a ratos se escondía bajo la frazada y, aún en la oscuridad, podían verse brillar sus ojos. Está llena de luz, y me gusta.

Al final, nos dormíamos. Y al dormirme en el sueño, me desperté en la realidad. Realidad que, al fin y al cabo, no deja lugar a los sueños.

sábado, 21 de febrero de 2009

Un reto literario

La veo venir. Ella no se da cuenta, pero hace ya mucho tiempo aprendí a ver más que con los ojos. Erguida y terrible, rígida y fría, como el mármol que alguna vez entibió los fuegos del amor, se extiende su mano sobre mi cabeza. Es inevitable la caricia tajante sobre el cuero cabelludo, la presión y la incisión, el rasguño que libera la represa que piel representa a mis entrañas.

Corre la sangre fuera, a borbotones, las burbujas ebullen y se vierten explosivas sobre la alfombra, saturándolas con mil millones de gotas de mí. Corre el veneno dentro mio, me enfría y tiñe la vista, mostrando todo aquello que existió y nunca debió existir, esfumándose en humaredas opiáceas narcostracistas, tóxicas.

Son reflejo, quizá, de neón y látex, de la noche, con su frío, su miseria, su soledad y su angustia. Mis ojos se decoloran en un azul oscuro y profundo, perdiendo su historia, su calidez, su emoción. Su paciencia, su tranquilidad. Su paz. Su vida.

Y me caigo. Se quiebran mis rodillas al chocar contra el suelo. Mi fémur, mis caderas. Sigo cayendo. Se destrozan mis costillas, mi cuello, mis brazos, mis codos, mis muñecas. Mis manos se hacen añicos. Mi cráneo explota violentamente, cubriendo de una nauseabunda gelatina la sala herméticamente sellada.

Ahí estoy yo. Destruido y encerrado donde la luz y el calor del sol ya no pueden vaporizar y elevar mis vestigios.

Ella limpia sus garras y desaparece. En su paso va dejando una estela negra e impenetrable. Quien la vea no sonreirá jamás.

viernes, 13 de febrero de 2009

En el colectivo (I)

El miércoles pasado me levanté a la mañana, tomé mi chocolatada matutina, me bañé y (llegando tarde, como siempre) me fui a para la Facultad. Esperé unos tres minutos el colectivo (vino la letra B, por suerte, que es más rápida) y comencé una de las travesías más placenteras o desagradables del Universo: viajar en el transporte público. Creo que fue una de las placenteras.

A la altura de la Plaza Perón (25 y 60, para los que desconocen) subió una niñita. Tendría no más de doce años. El pelo castaño claro, la piel blanca ligeramente bronceada, nariz chiquita, boca de un suave color rosa y ojos verdes azulados. Se imaginarán mi reacción ante tal figura. Viajó, hasta Plaza Moreno parada a mi lado. Cuando pasabamos frente a mi antigua escuela (nº 8), se le cayeron los cuarenta centavos (25, 10, 5) con los que su mano libre (la derecha) jugaba. La moneda de 25 rodó por uno de esos "canales" que tienen los micros (para conducir el agua los días de lluvia y evitar los resbalones) hasta el fondo. No había mucha gente parada (de hecho, sólo nosotros dos), así que caminé hasta allí, recogí la moneda y volví a mi sitio original. Cuando se la devolví, me miró, hizo una leve sonrisa y dijo "gracias". Tres paradas más adelante, se bajó.

¿Conclusión? Toda mentira puede embellecerse con el uso de palabras dulces o datos totalmente verdaderos. El "pensador" o sabio enciclopédico más que pensar o saber sólo hace alarde de sus limitaciones. Siempre y cuando no se cuestionen las bases sobre las que se construye un contenido, todo es inútil.

Los miércoles no voy a la Facultad. De hecho, ya ni siquiera voy a la Facultad.

martes, 10 de febrero de 2009

Amor & Ilusiones, Inc.

La Plata, 7 de Marzo de 2007.

Para: Amor & Ilusiones, Inc.


A quien corresponda,

Me dirijo a Ud con la intención de devolver el producto que adquirí en Marzo de 2004, visto que no cumplió con las promesas de ventas ni satisfiso mis necesidades, además de generarme grandes pérdidas de 'dinero' y tiempo.

En primer lugar, el artículo no se adapta a la descripción brindada al momento de optar por él. Se promete practicidad, satisfacción y un mejoramiento en la calidad de vida. Sin embargo, en mi experiencia, el producto solo me trajo más problemas de los que me solucionó.

En segunda instancia, debo remarcar que la flexibilidad y facilidad de uso prometidas han de haber quedado en la fábrica, dado que la mayoría de las veces (por no decir siempre) me resulta imposible comprender el mecanismo del dispositivo. Quizá esto sea causa de los inconvenientes remarcados anteriormente; el manual de instrucciones para el usuario brilla por su ausencia.

Por último, pero no por eso menos importante, si bien al momento de recibirlo el artículo se mostraba reluciente y bello, con el tiempo se volvió opaco y desagradable, a pesar de su promesa de 'Brillo y belleza de por vida'.

Por todo esto y un poco más (que, por cuestiones de respeto, no adjunto), le pido por favor que se quede con su cacharro asqueroso y me devuelva el dinero. De no ser así, nos veremos en la Corte.

Mis respetos,
Daniel von Iffig

viernes, 6 de febrero de 2009

La chica de la ferretería (I)

Dejemos de lado el pensamiento abstracto y casi precognitivo para sumergirnos por unos minutos en el infame pero curioso mundo de la investigación sociológica.

Hoy voy a demostrarles como en veinte minutos y con un presupuesto inferior a los $10 pueden experimentarse todas las sensaciones de un viaje con dos semanas de estadía en la costa; obviamente, con un presupuesto mucho mayor.

Cualquier persona con un poco de curiosidad por el funcionamiento de las cosas y una flamante conexión a Internet mediante cablemódem se preguntaría: ¿puedo sacarle más provecho a mi abono mensual? Visto que este tipo de conexiones se realiza utilizando el mismo tendido de la TV paga, uno instantáneamente comienza a experimentar si puede gozar de los casi setenta canales en forma 'gratuita'. La respuesta es sí. Totalmente ilegal, pero técnicamente se puede.***

Por cuestiones obvias, no voy a detallar el procedimiento teórico. Además, no viene al caso.

La necesidad de 'experimentar' era cada vez mayor, por lo que, una vez listados los materiales necesarios para comprobar mi hipótesis, me dirigí a... La Ferretería. Lugar de misterios. Cuando uno entra a una ferretería lo primero que se pregunta es la edad del ferretero. Seres casi inmortales que pueden memorizar marca, modelo, longitud y uso de clavos, tornillos, tubos, cables, etc. No hay técnica de 'reparación casera' que un ferretero no conozca. A veces sospecho que existe una Escuela Secreto de Ferreteros donde son entrenados desde pequeños en el sutil y refinado arte de servir en una ferretería.

Ya en el local, me apresuré a obtener mi número (lo que significó varios momentos de riña y miradas asesinas con una vieja que, luego me enteré, buscaba cueritos para canillas). Tres personas estaban antes que yo. Atendían el ferretero y su joven discípulo, su hijo.

El primer cliente fue rápidamente despachado por el joven aprendiz luego de varios metros de caño de PVC de 5". Solo bastaba con que uno de los dos empleados concluyera con su respectivo cliente para que se me atendiera. Pero la espera fue eterna. El Maestro Ferretero intentaba explicarle a un confundido pelado las dosis justas de cloro para mantener una pileta, pero visto que el calvo señor ignoraba las dimensiones de la misma, discutieron un rato hasta llegar a un acuerdo 'pacífico'. El hijo del ferretero se veía atacado por un señor que practicamente requería todos los tipos de clavos y tornillos inventados por el hombre, lo cual significó varios viajes al depósito por parte del muchacho, trayendo muestras que inmediatamente resultaba rechazadas.

Casi enojado por la espera (analogía de las largas colas que se forman en la ruta, o los peajes, o para comprar un plato de ñoquis en el restaurante de moda), opté por irme y volver 'otro día'. Entonces le vi. Una cabeza rubia cruzó la puerta de la ferretería, acompañando a una figura soberbia. El Maestro Ferretero vió la llegada de refuerzos y, escapando de las preguntas del pelado por un instante, grito: 'Hija, ayudame a atender'. Ella se acercó al pinche con los números, y lo dijo. '31'. Nunca voy a olvidar esa cifra (analogía con ganar en el casino, y el/la chico/a bonito/a que siempre nos deslumbra).

Sintiéndome la persona más afortunada del Universo, me acerqué para realizar mi pedido. 'Hola, ¿qué andás buscando?', me dijo. 'Hola, preciso un splitter para señal de TV, que maneje las frecuencias más altas posibles y tenga poca pérdida'. Con maestría, ella se dirigió a los estantes y volvió, en cuestión de segundos, con lo que había pedido. '¿Te sirve este?'. 'Si'. '¿Buscabas algo más?'. 'Si, por favor, mostrame qué modelos tenés para fichas de pin fino que tenés para cable coaxil'. 'Ahora te las traigo'.

Y volvió con un cajón, lleno de divisores, con toda la variedad de fichas para cable coaxil que un hombre pueda imaginar. Luego de inspeccionar un rato, me decidí por un casillero y, atrevido, quise tomar una, pero al mismo tiempo ella dijo: 'Esta es la que más llevan, fijate que...' y colocó su mano donde yo. Nuestras pieles se rozaron, y a modo de reflejo nos miramos a los ojos. Ninguno dijo nada, toda palabra estaba de más.

'Si querés llevá una, probala, sino te sirve la cambiás, no hay problema'. 'Voy a hacer eso entonces, gracias'. Le pedí que me diera dos de las fichas, luego dos extensiones de un metro de cable coaxil; pero ya estaba desencantado.

Mi tiempo se terminaba, pagué ($1,50 ambas fichas, $3,50 el splitter, $2 los dos cables) y me fuí. 'Chau', me dijo ella al salir. 'Chau', dije yo, fríamente.

Volví a mi casa, y pensé. Toda la relación había sido casual; todo se construyó dentro de un marco que preveía las situaciones y las volvía inevitables. Como las relaciones de verano, esta se había dado simplemente porque era su obligación existir. Los juramentos de amor eterno, en ambos casos, llaman eternidad a algo que caduca el 21 de Marzo, o al momento de pagar. Sin embargo, sin ellos, esos mismos períodos de tiempo (dos semanas en la costa, o veinte minutos en la ferretería), no tendrían sentido.

Me tiré sobre mi cama, y lloré.

Los experimentos los dejé para otro día.