viernes, 13 de febrero de 2009

En el colectivo (I)

El miércoles pasado me levanté a la mañana, tomé mi chocolatada matutina, me bañé y (llegando tarde, como siempre) me fui a para la Facultad. Esperé unos tres minutos el colectivo (vino la letra B, por suerte, que es más rápida) y comencé una de las travesías más placenteras o desagradables del Universo: viajar en el transporte público. Creo que fue una de las placenteras.

A la altura de la Plaza Perón (25 y 60, para los que desconocen) subió una niñita. Tendría no más de doce años. El pelo castaño claro, la piel blanca ligeramente bronceada, nariz chiquita, boca de un suave color rosa y ojos verdes azulados. Se imaginarán mi reacción ante tal figura. Viajó, hasta Plaza Moreno parada a mi lado. Cuando pasabamos frente a mi antigua escuela (nº 8), se le cayeron los cuarenta centavos (25, 10, 5) con los que su mano libre (la derecha) jugaba. La moneda de 25 rodó por uno de esos "canales" que tienen los micros (para conducir el agua los días de lluvia y evitar los resbalones) hasta el fondo. No había mucha gente parada (de hecho, sólo nosotros dos), así que caminé hasta allí, recogí la moneda y volví a mi sitio original. Cuando se la devolví, me miró, hizo una leve sonrisa y dijo "gracias". Tres paradas más adelante, se bajó.

¿Conclusión? Toda mentira puede embellecerse con el uso de palabras dulces o datos totalmente verdaderos. El "pensador" o sabio enciclopédico más que pensar o saber sólo hace alarde de sus limitaciones. Siempre y cuando no se cuestionen las bases sobre las que se construye un contenido, todo es inútil.

Los miércoles no voy a la Facultad. De hecho, ya ni siquiera voy a la Facultad.

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