sábado, 21 de febrero de 2009

Un reto literario

La veo venir. Ella no se da cuenta, pero hace ya mucho tiempo aprendí a ver más que con los ojos. Erguida y terrible, rígida y fría, como el mármol que alguna vez entibió los fuegos del amor, se extiende su mano sobre mi cabeza. Es inevitable la caricia tajante sobre el cuero cabelludo, la presión y la incisión, el rasguño que libera la represa que piel representa a mis entrañas.

Corre la sangre fuera, a borbotones, las burbujas ebullen y se vierten explosivas sobre la alfombra, saturándolas con mil millones de gotas de mí. Corre el veneno dentro mio, me enfría y tiñe la vista, mostrando todo aquello que existió y nunca debió existir, esfumándose en humaredas opiáceas narcostracistas, tóxicas.

Son reflejo, quizá, de neón y látex, de la noche, con su frío, su miseria, su soledad y su angustia. Mis ojos se decoloran en un azul oscuro y profundo, perdiendo su historia, su calidez, su emoción. Su paciencia, su tranquilidad. Su paz. Su vida.

Y me caigo. Se quiebran mis rodillas al chocar contra el suelo. Mi fémur, mis caderas. Sigo cayendo. Se destrozan mis costillas, mi cuello, mis brazos, mis codos, mis muñecas. Mis manos se hacen añicos. Mi cráneo explota violentamente, cubriendo de una nauseabunda gelatina la sala herméticamente sellada.

Ahí estoy yo. Destruido y encerrado donde la luz y el calor del sol ya no pueden vaporizar y elevar mis vestigios.

Ella limpia sus garras y desaparece. En su paso va dejando una estela negra e impenetrable. Quien la vea no sonreirá jamás.

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