jueves, 18 de octubre de 2012

Strut el Gigante

En tiempos pasados, inmemorables incluso por los más ancianos, cuando el mundo adolescía y el Sol lo tostaba maduro de verde a amarillo, poblaban La Tierra los gigantes. Aún cuando combinaban una enorme estatura con una minúscula sesera, los gigantes dominaban la superficie terrestre. Con sus brazos fuertes, largos como un hombre, y sus manos toscas pero hábiles habían logrado ingeniar herramientas, acondicionaban y aprovisionaban cuevas y, por sobre todas las cosas, conocían los secretos del fuego.

Strut era uno de ellos, y era el gigante más feliz de todo el Valle de los Gigantes, porque ubicado sobre la ladera de la Montaña Madre se encontraba su refugio. Celosamente lo cuidaba de las bestias y de otros gigantes que querían arrebatárselo, envidiosos de su seguridad, su calidez y su ubicación.

Todas las mañanas al quebrarse la noche por los primeros rayos del día, Strut partía antes que sus vecinos a recolectar frutos, pesca y leña. Al caer la tarde, cuando el resto de los gigantes apenas despertaba, él regresaba a su hogar a disfrutar de los últimos colores en el cielo y saludar a la Luna. Pero aún así, rodeado de la belleza propia de los orígenes del mundo, Strut era un gigante, y como todo gigante, era holgazán.

Los días empezaron a hacerse más cortos y las noches sin estrellas; los Años Helados se hicieron presentes. Strut pudo anticiparlo y, ganándole a su pereza y destacándose como gigante precavido, llenó hasta el último rincón de leña y alimento para pasar los malos tiempos. Ubicó estratégicamente una pira, capaz de mantener caliente toda la guarida, y esperó.

El día siguiente, al despertar y pretender salir de su cueva, se encontró impedido. Una fina capa de hielo había cubierto la entrada. Con ayuda de sus fuertes brazos y piernas logró quebrarla, exponiéndose a una ventisca gélida y violenta que potenció su holgazanería y diezmó su voluntad de hacer cosas. Sin embargo, Strut se obligó a seguir. A pesar de la inclemencia climática, recolectó frutos congelados, extrajo peces del hielo y juntó leña húmeda.

Otra noche pasó y, con su acabar, amaneció a Strut nuevamente encerrado. Esta vez, la capa de hielo resultó ser más gruesa. Costó quebrarla, pero más aún costó realizar el esfuerzo de la jornada anterior y exponerse al frío. Como los demás gigantes holgazanes, se arrojó al abrigo de su refugio y ahí quedó vagando.

El nuevo día presentó un obstáculo reforzado al intentar salir. Strut no pudo quebrar la capa de hielo por su cuenta. Ayudado por las brasas, deshaciendo la fogata y quemándose las manos, encontró la forma. Pero aún así, un arrebato helado y rebelde entró sin permiso y lo paralizó hasta los huesos y volvió al interior.

Con el paso del tiempo, la provisión de leña comenzó a menguar. Apenas unas tímidas llamas iluminaban el interior de la guarida. La racionalización que hizo el gigante nunca podría ser suficiente frente a un invierno eterno. Pasaron semanas, la comida acabó y Strut se vio obligado a salir.

La que una vez fue una capa fina de hielo se había convertido en un grueso muro cristalino. Las últimas ascuas partieron, privando al lugar de toda luz y abandonándolo a la ceniza y la sombra. Strut tembló por frío y por miedo. Porque incluso los gigantes sienten miedo.

Incapaz se romper la barrera que su descuido había permitido, buscó reclusión en el último rincón de su cueva, lamentándose.

Pudo sentir las caricias del frío por todo su cuerpo, para ya no sentir nunca más. Débil y desesperanzado se dejó abrazar por la oscuridad, y al completar el abrazo su corazón gigante dejó de latir. El hielo cubrió toda seguridad y calidez. Lo cubrió todo.

Hoy, dentro de un sarcófago de vidrio, Strut es admirado por científicos y estudiosos de todo el mundo.

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