miércoles, 9 de septiembre de 2009

Ol idil, Imhadril!

Existen aquellos que gustan de pregonar que las ciudades esconden misterios más allá de lo visto por el manto gris del asfalto o lo guardado en el secreto de las baldosas. Sostienen con un fervor pasional que araña los límites de la locura la verdad en la existencia de eventos que exceden al plano material de la urbe y, más aún, revientan las fronteras del ser vulgar y cotidiano, del objeto social.

Yo no soy quien para desmentir a estos predicadores de aventuras, y aún cuando ostentara algún título de gran señor no estoy convencido de querer hacerlo. A veces me cuesta creer lo que veo, y cuando así sucede, prefiero inventarme que todo funciona en base al fluir de brisas coloridas con consistencia musical.

Es la última sentencia la que me recuerda la ocasión que quiero narrar. Volvía del trabajo, como casi todos los días, algo cansado y absorto en un mundo de canciones, caminando por el centro. Ese día en particular se presentaba espantosamente gris, frío y húmedo; a pesar del abrigo, el mal tiempo materializado en la más cruda lluvia lograba penetrar hasta los huesos y hacerlos sufrir. Me apuré a resguardarme en la parada del colectivo y, hecho un bollo contra uno de los rincones, esperé.

Un micro, veinte minutos de viaje, dos cuadras, mi casa, la cama, una frazada abrigada. Claro, el plan era aceptable en tanto se diera inicio a la sucesión de eventos con el primer acontecimiento: la llegada del transporte. Lamentablemente para mí, no pasaron diez, sino quince o veinte minutos de soledad total en la parada, y el desgraciado no aparecía. Entre tanto, busqué entretenimiento en los adoquines de la calle y las porquerías que tira la gente con total impunidad en la vía pública.

Al perder la mirada con la enésima cuenta de los posibles metros que me separaban de la plaza que tenía en frente, vi venir a un vagabundo. Un linyera, como le decimos acá. Un tipo de unos cincuenta y pico de años, con las barbas ralas, desprolijas y harto de roñosas. En la cabeza, un gorrito azul de lana fina; por lo demás, era un aguantadero de ropajes de poca monta: buzos, pullóveres y probablemente dos o tres pantalones. Sobre sus hombros, una bolsa de arpillera color yerba mate y un saco de vestir gris.

El linyera, al cruzar, supo encontrar refugio bajo el techo del puesto de diarios y revistas ubicado estrategicamente sobre uno de los laterales de la parada de micros. Sacó de la bolsa una suerte de almohada horrible y se sentó sobre ella, cubriéndose previamente la espalda con el saco sobre los hombros y dejando el resto de sus chucherías de indigente en uno de sus lados.

El tiempo seguía corriendo, la parada seguía vacía y mi diligencia no acertaba en aparecer. Muerto de frío, de angustia, de hambre y aburrimiento, me volví hacia el quiosco más cercano a mi antro de eterna espera y compré un chocolate. Mediano, aireado, sabroso y reconfortante. Al comenzar a comerlo, me di cuenta que el vagabuno me miraba. No sabía si acercarme y convidarlo o simplemente optar por lo fácil, por ignorar. Tras una breve reflexión, mi espíritu solidario se impuso sobre el dilema y me acerqué para ofrecerle un trozo generoso. El vagabundo, agradecido hasta la conmoción, tomó el pedazo de chocolate realizando algo así como una reverencia y volvió a sentarse sobre su almohadón mugriento.

Ahí fue cuando sucedió la magia. El tiempo pareció detenerse: la lluvia que rebotaba sobre techos y pisos dejó de escucharse, el viento se detuvo y todo ser vivo sobre la faz de la tierra quedó mudo. A mi alrededor podía aún ver vivir y existir a todos y cada uno, en una cámara lenta surrealista. Quien había desaparecido era yo.

El linyera me miró con los ojos embebidos en lágrimas anunciando la sonrisa que ocultaban las barbas. Se acercó el chocolate a la boca y tomó un bocado. Al masticarlo, bajó sus ojos hasta mis pies y los utilizó de punto de partida para examinarme completamente. Fue cuando su mirada cruzó la mía que su expresión se tornó eternamente pacífica y realizando un extraño movimiento con la mano que sostenía la golosina, exclamó:

'Ol idil, Imhadril!'

Su gorro poco a poco fue traduciéndose en miles de millones de partículas que se perdían con el viento. Le siguió su cara y todo su cuerpo, hasta finalmente desaparecer. Sobre la vereda quedó el pedazo de chocolate a medio comer. El tiempo volvió a marchar a su paso normal y mis oidos se inundaron estrepitosamente con los ruidos de la ciudad. Volví al refugio y pude divisar, más allá de la plaza, el alegre paralelepípedo azul-grana que me llevaría a casa.

3 comentarios:

  1. Estuvimos en tu ciudad y no te encontramos... zafaste. Pero cuidado, la suerte se acaba. De formas VIOLENTAS.

    --Esteban

    P.D.: Para tu regocijo, nos dimos el lujo capitalista y burgués de gastarnos 400 mangos en un fin de semana. Ahora colapsá, a ver, apologista del Plan Trabajar.

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  2. Gordito, todo bien, pero en vez de gastarte 400 mangos en un fin de semana, por qué no juntás guita para dejar de vivir con Mami y no tener que andar viviendo de prestado con una bolsita de ropa de acá para allá cada vez que la Señora se pone pesada.

    Humilde consejo.

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