domingo, 4 de septiembre de 2011

Qué, quién, cómo

Qué decir sino que no te vi llegar. Quién sabría que esa plaza, esa feria, ese pasillo configuraban el portal bajo el que al fin te conocía. Y cómo anticipar que podías existir, cómo prever que una tarde entre charlatantes traficantes de chucherías y alcahuetes del destino te me ibas a subir de la cabeza para ya nunca querer dejarte bajar. No sé si fue tu brillo natural bajo la luz débil de aquel sol de otoño, o las hojas doradas coloreando el contorno de cada una de las curvas que te definen, tan firmes como delicadas, lo que me deslumbró al verte, o siquiera si son importantes. Pero tengo la certeza de tus caricias, una afirmación de suavidad y determinación con la que lograste inmiscuirte incluso en mis pensamientos, destruyendo muros, derribando todos mis prejuicios monolíticos y nutriéndome con el sabor de tu paso tempestuoso sobre mí. Y sobre todo me recuerdo desnudo; esa magnífica desnudez, primero tímida, luego cómplice, a la que me invitaste con cada uno de tus rasguños, arañándome la cordura y venciendo las defensas de la guarida de mi yo esencial para inundarme con las aguas ignitas perfumadas de placeres y éxtasis. O la dulzura de tus abrazos cuando una noche manchada de estrellas de satisfacción caía sobre nosotros para envolvernos e invitarnos a jugar en el refugio del silencio, donde cada textura, las tuyas y las mías, orquestaban un concierto de sensaciones tácitas.

Algún día, cuando nos volvamos viejos, todo lo que hoy es no será más que un recuerdo. El tiempo que nos corroe nos robará el brillo y nos oxidará hasta pulverizarnos. Sin embargo, para entonces serán fuerte las raíces del árbol que hoy, apenas una semilla, decidimos sembrar. Y los pétalos de sus flores, arrastrados por el viento de algún otoño futuro, escribirán sobre el verde un mensaje de mil colores: te quiero, masajeador capilar.

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