sábado, 3 de mayo de 2014

La chica de la ferretería (VIb)

El sol pegaba fuerte aquella mañana de miércoles. De reojo podía capturar, como si de una foto se tratara, ese algo tan particular de sus ojos, ese color mágico ahora magnificado por la luz circundante. Y su nariz, y sus mejillas, y su boca, su labio inferior ligeramente regordete en comparación con el otro. Todas las formas del rostro que más quería cruzarme, con esa expresión de sonrisa implícita caminando a mi lado, delineada por infinitos rayos de sol que, luego de inmolarse en su pelo, buscaban refugio en mis ojos transformados en lo más bonito. El sol de miércoles brillando amarillo. Porque, además, los miércoles son amarillos.

- ¡Ja ja! ¿En serio? Sí, es un buen color para un día miércoles. - me dijo antes de llegar a la esquina de la farmacia, donde debíamos doblar hacia la izquierda.

- ¿Eh? ¿Qué cosa? - le respondí confundido.

- Que los miércoles son amarillos, eso dijiste.

Estaba pensando en voz alta. ¿Habría sido aquello lo único que se me había escapado? No es que todo lo anterior estuviera mal, sería una pronunciación sincera, pero para entonces no quería deshacerme en poesía sobre ella, aunque ella fuese el mejor poema.

- Ah, sí. Bueno, es que siempre asocié los días con algunos colores. Los lunes y los miércoles son amarillos. Los martes, naranja. El jueves es violeta, el viernes es rojo y el sábado, negro. Los días domingo son blancos, pero un blanco muy brillante, como una luz que te deja ciego y es capaz de detener el tiempo.

- Qué increíble. Para mí los días jueves son de color violeta, pero un violeta muy oscuro, casi negro, como el cielo en algunas noches de invierno, ¿notaste? Esas en las que estás sólo vos y las estrellas.

- Sí, sé a qué te referís.

Giramos hacia la calle que nos llevaría a la avenida sobre la cual, dos cuadras más adelante, tomaríamos el micro. Ahora el sol nos pegaba de lleno.

- No te burles. - le avisé. Saqué de mi mochila mis lentes para el sol. El día es algo que disfruto en muchos contextos, pero la luz en exceso me molesta, provoca picazón en mis ojos, y un lagrimeo casi constante. Sumado a mi naturaleza de querer abarcarlo todo, el resultado es un par de lentes gigantes...

- ... como de robot. - dijo la chica de la ferretería, mientras imitaba a uno con la voz monótona y con sus brazos acompañando un andar trabado.

No puede ser tan linda, es irreal, como caminar sobre una nube que se hunde para abrazarnos y luego permitirnos ir, porque era eso, querer rendirme frente a todo y dejarme envolver por la marejada de lo que sentía.

- Mirá, la casa de la señora de los caramelos, ¿te acordás? - exclamó mientras señalaba la fachada de una casa bastante arruinada. El frente estaba decorado con ladrillos comunes, alguna vez pintados, hoy completamente descascarados. La entrada me recordaba a una cueva; existía una suerte de recepción, cubierta, donde podía verse una puerta de madera, alguna vez pintada de blanco, y a su derecha una ventana con las persianas fuera de lugar.

- ¡Tenés que acordarte! La señora se sentaba todas las tardes, ahí bajo la ventana, y nos regalaba caramelos cuando pasábamos. Me acuerdo que algunos chicos se quedaban charlando con ella, vos entre ellos. - agregó, mientras seguíamos caminando.

- Sí, creo acordarme. Usaba siempre vestidos largos y oscuros, y tenía una caramelera... ¿de vidrio? Grandota, llena de colores.

- Sí.

La chica de la ferretería desvió rápidamente la mirada hacia la esquina donde estaba la parada del micro, y su expresión alegre se volvió seria y atenta.

- Me parece que viene el micro, mejor apuremos el paso. - dijo mientras se lanzaba a la carrera.

Durante unos cientos de milisegundos quedé congelado en mi lugar, como si hubiera echado raíces entre la tierra, quebrando baldosas y contrapisos, y el tiempo, y las cosas y su traslado en el espacio se volvieran lentos y espesos. La pude ver entera, una en el mundo pero, ¿cuál mundo?. Logré entender cómo se componía, cómo se figuraba frente a mí con sus zapatillas de goma negra, sus vaqueros azules envejecidos, su pulóver en crudo, y su mirada fija al frente. ¿Qué frente? El que fuera, pero que esté delante. Y mientras me enfocaba en sus pies despegados del suelo, el tiempo volvió a su curso normal y también me eché a correr.

No pude alcanzarla, por mucho. Afortunadamente ella llegó a tiempo.

- ¡Dale que arranca! - me animó desde la escalera del micro, mientras este se ponía en marcha.

El último metro lo acorté de un salto hacia el vehículo avanzando. Logré tomarme del pasamanos izquierdo, y la chica de la ferretería sujetó fuertemente mi mochila, para equilibrarme.

- No te caigas, que hoy es un día de aventuras y sería una pena que terminase tan temprano. - me dijo con una sonrisa cómplice mientras el pavimento cambiaba cada vez con mayor velocidad. - Además, quedaste en que me acompañabas. -

"Hasta el final del planeta, chica de la ferretería. De ida, de vuelta, y de ida de nuevo."

Nos acercamos al chofer y sacamos dos pasajes hasta la estación de trenes. La aventura quedaba inaugurada.

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