viernes, 13 de junio de 2014

Chandrasekhar

No creyeron que pudiera ser cierto cuando ese mediodía lo que parecía una jornada normal y cotidiana los sorprendió con la terrible noticia. El orgullo y la altanería inherentes a los humanos les impidió reconocer lo insignificante de su existencia, la irrelevancia de su estadía en un Universo configurado por y para gigantes megalíticos. Negar la fatalidad, sin embargo, nos les iba a permitir escabullirse de su fatídico destino: el Sol iba a morir, y con él pretendía llevarse a todas las criaturas que bajo la protección de su cálido abrazo habían existido.

Aunque súbito, el desenlace no les era desconocido ni imprevisto; durante miles de años la humanidad tuvo presente que la catástrofe que ahora golpeaba las puertas de su estancia era un hecho inevitable. Pero a pesar de las posibilidades que la búsqueda de alternativas podía llegar a ofrecer, ignoraron con determinación la persecución, justificándose con sus pretensiones banales y estrujando con ahínco el derroche y sus caprichos. Fascinados con la falsa iluminación que hallaron en descubrimientos triviales se convencieron de ser dioses y sobrestimaron su capacidad para sortear cualquier contratiempo.

Hacía tiempo que el Sol, enorme, helado y anciano, iluminaba con flaqueza al planeta Tierra. Los días brillantes en la juventud del mundo no eran ahora más que un lúgubre y sombrío recuerdo de su pasado. Tímidamente el cielo alcanzaba ahora a teñirse de rojo violáceo, pintando de infierno todas cosas sobre su lienzo. Los contornos, violentos y profundos, completaban la dualidad cromática a la que los humanos se habían acostumbrado. Un mundo espeso, colmado de somnolencia y jaqueca, donde sólo apenas unos pocos seres viscosos y miserables habían sobrevivido para coexistir en el paraíso de excremento de la humanidad, que siempre servil a un egoísmo absurdo continuaba girando los engranajes de una sociedad apática y ajena bajo premisas aún más detestables e inconmensurablemente falsas: el bien mayor, el porvenir, el sano mañana.

Fue bajo el letargo propio de una rutina repetida hasta el hartazgo que desconocieron durante gran parte de la jornada las convulsiones del Sol. Finalmente, la llegada de éste a lo más alto del firmamento los alertó: los espamos, ineludibles, encendieron todo tipo de inquietudes, que como fugaces jinetes recorrieron el planeta crispando incluso los temores de los más valientes. Los estudiosos no tardaron en inundar con sus respuestas: la detonación del astro era inminente. Incapaces de hallar una salida, sólo acertaron en cuantificar la tragedia. Sólo un amanecer restaba por ver a la humanidad.

La sentencia anunciada quebró como grito al silencio la monotonía insulsa de las vidas automáticas. La importancia de los quehaceres, otrora incuestionable y digna de los más descabellados sacrificios, pasó al plano de lo irrelevante. Dubitativos, temerosos y expectantes se congregaron lentamente en las calles, abandonando a la deriva la barca que, ahora comprendían, no los había conducido a buen puerto a pesar de sus convicciones. Se descubrieron desamparados ante su suerte; una nefasta suerte frente a la cual sólo la impotencia podía tener lugar, donde la totalidad del pánico apenas podía verse reflejada en los miles de millones de ojos que, envueltos en aires carmesí, contemplaban sobre sus cabezas al gigante rojo que oficiaría la ejecución.

La desazón fue lo que alimentó la verdadera identidad torpemente ocultada por los humanos. Desesperados, se quebraron como agua ante la roca y dieron inicio la hecatombe siempre latente y deseada fuera de la tutela de una tranquilidad simulada por la convivencia y la conveniencia. Tan básicos, tan primitivos, se abalanzaron unos sobre otros para cometer los atropellos más aterradores: asesinatos, violaciones, torturas, ablaciones, canibalismo; todo aquello que los constituía en esencia pero que bajo el yugo de la extirpación morbosa de los placeres debían abandonar para sostener la mentira de una realidad imaginaria, donde lo fáctico, lo concreto, era desdeñable y lo virtual, lo magníficamente perfecto. El mundo apacible estalló en gritos y llantos.

El atardecer descubrió la matanza estratificada en un sistema de castas espeluznante: los crueles, que canalizaban su inferioridad en la destrucción de todo y de todos; los autistas, que vagaban por doquier absortos en la contemplación y la inacción absoluta; y los suicidas, creativos incomprendidos capaces de idear los más fantásticos planes con el simple objetivo de liquidarse. Cada rincón del planeta, atiborrado por la pestilencia de la iniquidad, oyó ejecutar a demonios, espectros y condenados la triste sinfonía del fin de los tiempos.

Al caer las sombras la carnicería concluyó bajo la custodia maternal de la Luna, cuyo halo centinela sirvió para apaciguar el ímpetú de la humanidad doliente. El cielo encarnado se degradó en un violeta mágico y alquímico inundado de brisa nocturna impregnada de jazmines, superponiéndose al fétido olor a herrumbre de la masacre pasada. Las estrellas, con su singular tintineo, consolidaron la panacea que menguó el abatimiento general. Dóciles nuevamente, los humanos que habían logrado subsistir a la erupción desoladora del ocaso volvieron al trance de lo social y lo correcto, al imperio de lo artificial. El silencio otra vez fue mayoría. En falsa calma la humanidad fue convocándose en rondas multitudinarias. Ocultando la náusea y el desprecio, llegó aún más lejos: en un intento fingido de amor y prosperidad, se profesaron cariño y fuerzas. La soledad, en el final de todas las cosas, era algo terrible de enfrentar.

Los rayos del Sol expirante irrumpieron furiosos y centellantes en medio de la madrugada. Los humanos, perplejos ante el hecho anticipado, se paralizaron. La noche fue fugazmente profanada por un desbordamiento de mediodía. Paulatinamente el verdugo dejó verse: titánico, descomunal, ardiendo en su luminosidad bermeja, el Sol comenzó a completar la recta final de su vida. Con la admiración de los justos perdedores, la humanidad toda observó con las mejillas cargadas de lágrimas cada milímetro del ascenso de su guillotina. El corte certero sobre la garganta de su existencia dejaría rodar la cabeza hacia la canasta de los extintos.

La violencia de las convulsiones se acentuó con cada instante y el reflejo de luz pasó de escarlata a oro y de éste a un blanco purísimo y enceguecedor. Aterrados, algunos cayeron sobre sus rodillas y se encomendaron a supuestos redentores todopoderosos; otros intentaron negociar las promesas más descabelladas y los sacrificios más ridículos por la salvación. Unos pocos conjuraron incoherencias a los cielos, a los infiernos, a los justos y a la desigualdad de la existencia, como si la igualdad hubiera sido alguna vez considerada prioritaria o, mejor aún, algo siquiera cierto. Los menos se resignaron a enfrentar su fortuna de la manera más poética, adoptando posturas trascendentales para dejar como legado a una posteridad imposible.

El mañana era utópico, y algunos sólo lo comprendieron cuando el resplandor incandescente les impidió seguir mirando. Las nubes se incendiaron y desaparecieron del planeta en cuestión de segundos, consumidas en una reacción plasmática. Los suelos comenzaron a arder y a expulsar vapores sulfurosos de las grietas que se formaron. Los humanos siguieron de pie, experimentando de principio a fin, con resignación, la destrucción de su existencia. Tan simple, tan pequeña, tan insignificante en el momento de la muerte del Sol, la humanidad sintió cómo el calor abrasivo rasgaba y descascaraba su piel, y la sangre borboteaba cocida por las zonas fisuradas a medida que aullidos horripilantes y agónicos recorrían La Tierra. A la cefalea insoportable le siguió la carne ardiendo mientras el cabello se transformaba en una corona de llamas. El brillo, blanco, puro, incontenible y reinante se incrustaba en los ojos de viejos, adultos y niños y los hacía estallar efusivamente desparramando gelatina y plasma. La oscuridad relativa profundizó los alaridos que llevaron al colapso en una punzada insoportable en medio del corazón. Nadie quedó en pie. La conciencia, sin embargo, demoró más en caer: el dolor terminó cuando el cerebro del último humano acabó por freirse en su propio jugo.

A la desaparición de toda la vida le siguió la del planeta entero. La Tierra, arrasada, reseca e indefensa frente al desastre acabó por fundirse en la supernova. Abruptamente la masa brillante se contrajo y transformó en una mancha oscura e imperceptible. Análogamente, la humanidad quedó sumergida en la nada y pasó a integrar las filas de los olvidados en la vastedad del Universo. De su breve paso por la Historia sólo queda esta crónica.

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