miércoles, 31 de diciembre de 2014

La chica de la ferretería (VII)

Algunas personas, probablemente aquellas adeptas a lo esotérico con justificaciones científicas agarradas por los pelos, sostienen que al viajar uno vive más. Podría tal vez conformarme al interpretar esta idea como una metáfora, pero estaría ignorando todas aquellas afirmaciones que componen una ensalada de espacio, tiempo, la traslación del planeta La Tierra, y nuestra velocidad relativa en el Universo tomando como punto de referencia un cero imaginario. Aún así, tantas complicaciones no darían sustento a lo que para mí resultaba demasiado obvio: viajar junto con la chica de la ferretería fue vivir más, demasiado más, más que aquel de los relojes chiquitos de pulsera, o el de los gigantescos que coronan torres y palacios.

Nuestro viaje alternó micros con trenes, pero cada término tuvo como denominador común miles de segundos increíbles, sean charlando sobre la gente que esperaba en el andén, recordando algún viaje anterior, discutiendo las maravillas de los aparatejos que nos ofrecían los vendedores ambulantes, o simplemente con el silencio que me permitía conversar conmigo mismo, verla sentada al lado mío, afirmar que no existía mejor lugar ni mejor momento para existir.

Varias horas después, pasado el mediodía, llegamos a destino. El último tren tenía estación terminal en lo que parecía ser una casona enorme, de techo a dos aguas de madera, protegido por montones de tejas rojas. Caminamos entre el gentío y escapamos del lugar por una puerta que nos liberó sobre algo parecido a una plazoleta, entre una calle comercial y una avenida. La mayoría de la gente parecía ocupada con sus tareas cotidianas; niños que lloraban pidiendo juguetes a sus mamás, chicos que salían del colegio, mamás preguntando precios de juguetes que no iban a comprar.

- Mirá, unas bicis. - señaló la chica de la ferretería. - ¿Te animás?

A pocos metros nuestro se ubicaba un gazebo donde un par de promotores de la vida saludable gestionaban el préstamo de bicicletas. Luego de un breve intercambio de documentos y rodados, obtuvimos un par de ellas.

- Vení, vamos por esta calle. -

Pedaleamos por una pequeña callecita de adoquines, oculta bajo las copas de tilos frondosos, menos atiborrada de personas pero repleta de traqueteos y saltos. Hablar resultaba más divertido.

- Siiiii seeeeguiiiiiimoooossss poooorrr aaaacáaaaaa lleeeegaaamoooss aaaaal ríiiiiooo eeeeenseeeeguiiiidaaaa - me dijo.

"Tal vez no quiera llegar al río, chica de la ferretería" - pensé. Viajar me permitía enamorarme de cada uno de sus detalles. Porque ahí estaba ella, pedaleando, con la mochila a cuestas sobre su remera gris, con dos cintas azules atándole el cabello, sonriéndome cuando la adelantaba, peleándome cuando ella me pasaba, viéndola brillar cada vez que el sol se escurría entre las hojas de los árboles.

- Qué mejores árboles que son estos. - le comenté.

- Sí, debería haber más árboles, ¿no te parece? Vivir entre árboles y no los árboles entre nosotros, donde entren. - me respondió.

- La sombra es linda, el aroma que se respira es lindo, pedalear bajo ellos es lindo. - me atreví a opinar.

- ... nosotros somos lindos. - agregó, para luego culminar con su risa.

"Vos sos la más linda."

- Las bicis y los adoquines no hacen buena pareja, definitivamente. - le comenté.

- Es parte del camino. Hay que saber entender lo inevitable, y no evitarnos lo que queremos, como en este caso, llegar. - me respondió

Al final de la calle encontramos un enrejado que nos obligó a doblar hacia la derecha. Un par de cuadras más adelante se encontraba la ribera, y el viento fresco y húmedo nos alivió la acalorada pedaleada. Dejamos las bicicletas sobre un muro que oficiaba de cantero a una familia de palmeras pequeñas y nos sentamos en uno de los bancos de piedra que permitía contemplar el río.

- Bueno. Acá estamos. - me dijo.

- Es un lugar increíble. - destaqué. - Excelente elección, camarada. Antes de irnos no nos olvidemos de pasar por aquella feria - le señalé con la mano en dirección a un montón de puestos.

Me regaló una sonrisa pronunciada en sus ojos más que en su boca. Y esos ojos azules colmados de luz se enlazaron con los míos como nunca antes. Quería ser mirado, porque al serlo, la reconocía real.

- ¡Me había olvidado! Traje esto. - me dijo mientras sacaba de su mochila una bolsa repleta de roscas azucaradas. - Son de huevo y azúcar, como las que hacen las abuelas.

Mi necesidad de un desayuno, hasta entonces apaciguada por estar con ella, se apoderaron de mí y me obligaron a abalanzarme sobre las rosquitas.

- Menos mal que te gustan. - comentó con tono de triunfo.

- Están buenísimas. Deberías parar con hacer cosas geniales, me puedo empachar. - le agradecí.

La bolsa pronto quedó vacía, y para completar recargamos nuestras botellas con agua fresca de una canilla ubicada a pocos pasos de nuestro asiento. El refresco, junto con la caída de la tarde y el ida y vuelta de opiniones sobre las cuestiones más fundamentales de la existencia - como cuál es el mejor alfajor o cuál es la mejor película de guerreros espartanos - transformó al viento en frío, pero no ese frío que obliga a refugiarse sino ese frío previo a una noche cálida repleta de luces de colores y aventuras aún más coloridas. Un frío que se abriga con un abrazo.

Cuando el cielo destiñó el celeste en naranja, considerando las horas de viaje que aún teníamos delante, decidimos volver, no sin antes pasar por entre los vendedores de dulzuras y ornamentos mágicos. Con nuestras bicicletas y de a pie buscamos pasar entre puestos que ofrecían duendes, tablas talladas para comer, veladores, y cosas más plenas como caramelos con gustos raros y tarros de mermelada. Nuestra pobreza nos permitió hacernos con una colección de alfajores de varios sabores. Mochila cargada mediante, emprendimos el camino de regreso.

Regresar suele ser en muchas oportunidades la repetición inversa de pasos que ya dimos. En otros casos, el regreso es imposible. Existe un camino de vuelta que nunca vamos a poder transitar; por ejemplo, el camino que nos lleve a ese mundo del que vinimos, pero que ya no existe más, sea por cuestiones físicas - demolieron esa esquina, cerraron esa juguetería - o por cuestiones de nuestro corazón - ya no creemos en eso que creíamos. Otras vueltas, sin embargo, no son vueltas sino que son idas disfrazadas de venidas. El camino de regreso a casa junto a la chica de la ferretería fue una de ellas.

Con nuestras bicis recorrimos nuevamente la calle adoquinada. Los árboles no nos protegían del sol esta vez; escondían sobre sus copas un cielo violeta intenso que comenzaba a descubrir las primeras estrellas. El silencio reemplazó las voces de las personas a medida que nos alejábamos de la ribera, dando lugar nuevamente al traqueteo de las bicicletas sobre las piedras, pintado del naranja de los faroles de sodio que comenzaban a encenderse. Alcanzamos la plazoleta y al entregar las bicicletas recuperamos nuestras identidades.

Estar junto a la chica de la ferretería, compartir con ella lo que podría ser habitual, despejaba en mí todas aquellas tardes de expectativa y angustia, queriendo cruzarla, encontrarla, saludarla, intercambiar dos palabras. Ahora ella estaba al lado mío, y sacar dos pasajes para el tren era lo natural, tanto como el ligero escalofrío que me recorría cada vez que cruzábamos las manos con algún vuelto o boleto; o cuando sus ojos, ahora pintados de azul profundo, me descubrían mirándola y me regalaban alegría.

Un tren. Una chica de la ferretería animada, comiendo golosinas conmigo.

- Este alfajor está buenísimo, probalo. - y me comparte medio de dulce de frutas con glaseado de azúcar y limón.

- Este también. - y se lo intercambio por uno con chocolate y mousse de dulce de leche con nuez.

Una chica de la ferretería agotada de tantos kilómetros, ya callada, desplomó su cabeza rubia sobre mi hombro izquierdo. Sentí por primera vez su cabello suave acariciándome la mejilla, y sin mediar palabra, sin saber qué hacer, sin buscar aprobación, me animé a cruzar su espalda con mi brazo e invitarla a recostarse sobre mi pecho más cómodamente. Terminamos así el viaje, y luego quedaba por esperar el primer micro.

No pronunciamos palabra durante la espera, hasta que la chica de la ferretería, con su actitud pensativa, me hizo presa de la curiosidad y me obligó a preguntarle.

- ¿Qué mirás?

- Una estrella. Esa que está ahí, y que se ve sola.

- Sí, la veo. ¿Y qué tiene de especial esa estrella?

- No tiene nada de especial. Simplemente está sola. Aún siendo tan brillante, no es un cielo estrellado, entonces no puede ser la más linda ni iluminar ningún camino.

- Seguramente esté lleno de estrellas alrededor, pero más chiquitas y menos brillantes.

- Si hubiera menos luz, podríamos verlas, y sería ese cielo estrellado digno de acompañarnos.

Nuestro micro apareció sólo para transportarnos en silencio hacia otro micro, que nos devolvería al barrio de siempre, pero como nunca. La parada sobre la avenida que aquella misma mañana nos vio partir entre corridas, ahora nos recibía de medianoche. Las mismas dos cuadras a pie, y entre ellas, la casa de la señora de los caramelos, cuyo sabor dulce parecía hacer eco en el tiempo con el último bocado de los alfajores.

La esquina de la farmacia era el último punto de nuestro recorrido en común.

- Bueno, llegamos. - me dijo entre bostezos y con los ojos medio cerrados.

- Todos los caminos nos llevaban a este punto. - le dije mientras me hacía el misterioso.

- Excepto los que son paralelos, que nos significarían caminar hasta el infinito. Si camino dos metros más, se me van a caer los pies. - respondió, con tono divertido.

Nos quedamos sentados sobre la parte baja de la ventana de la farmacia, sin cruzar palabras. A los pocos minutos, se paró y exclamó.

- Tendré que hacer el esfuerzo y caminar esos pasos, aunque mis dedos digan que no.

- Te acompaño.

Caminamos los primeros metros, y agregó.

- Fue una aventura genial.

Entonces el tiempo pareció detenerse, y sentí que tenía que tomar la determinación de descubrir todo aquello que me pasaba con ella, que el mismo abrazo en el tren existía en mí elevado a la enésima potencia.

- Pará, Perdón, volvamos un segundo hacia atrás.

Regresamos a la esquina de la farmacia, y nos quedamos ahí, parados, en silencio.

- No puedo irme así.

La chica de la ferretería cambió su expresión somnolienta por una repleta de expectativa. La abracé por la cintura y, arrojándome para no evitar lo que quería...

... ella me sorprendió con un beso.

Tan soñado, tan mío, tan de ella. Con sus ojos llenos de juego, cuando jugábamos a los espías. Y tan intenso que de a ratos sentía despegarme del suelo.

Nos abrazamos muy fuerte, y al hacerlo, ella me dijo al oído.

- Sos una aventura genial.

La acompañé a su casa, y frente a la ferretería donde alguna vez la había descubierto mientras buscaba cable coaxil, nos besamos nuevamente. Luego ella abrió su mochila, sacó de su anotador una hoja varias veces doblada, y la guardó en uno de los bolsillos de la mía.

- Esto lo escribí el día que nos encontramos en el bosque. Cuando puedas leelo. - me dijo.

Nos despedimos y, al cerrar la puerta, volví corriendo a mi casa. Sentado sobre mi cama, desplegué su nota y la leí.

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El verano siempre es motivo de expectativa. Se anuncia ya durante los primeros días de diciembre, tan brillantes, de calor intenso. Explotan en los eneros de piletas, mares, arena, o bosques y viajes. Se disfrutan en febrero, que nace naranja y madura en un marzo tibio y rojo como un sol viejo. Cada año, el verano repite un ciclo, como los días, los meses, y las vidas. Sin embargo, cada ciclo es hogar de un montón de sorpresas nuevas. Ojalá seamos un verano que guarde veranos que tengan otros veranos adentro, llenos de aún más veranos. Ojalá los ciclos se superpongan y broten de ellos nuevas aventuras. Ojalá nunca dejemos de sorprendernos.

Te quiere mucho. Para siempre.

J.

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