lunes, 14 de noviembre de 2011

En la soledad absoluta

Una noche de febrero, hace ya varios años atrás, sentado sobre la alfombra y expectante frente a cada uno de los aromas veraniegos que junto con rayos del amanecer inminente se colaban por la ventana de mi pieza, no tuve mejor idea que sumergirme en las más profundas reflexiones sobre el todo, la nada, uno mismo y todo aquello que nos acontece. Pensaba y, mientras lo hacía, ignoraba que en realidad sentía. Los tópicos no tardaron en inclinar la balanza del lado del plato que por entonces me intrigaba sobremanera: uno y la nada, uno y los demás.

Se me ocurrió imaginarme dentro de una estructura circular, justo en el centro, en el interior de una habitación muy oscura y tan pequeña que me costaba moverme, donde la intensidad de lo ausente era tal que apenas podía reconocerse a sí mismo, descubriéndose como un niño desnudo y desamparado. Esa habitación tenía una puerta, simple pero inviolable, que conducía a otro cuarto que, en realidad, era una suerte de pasillo que recorría el perímetro del primero o, visto de otra forma, era una habitación ligeramente más grande que la que contenía. En ella la oscuridad era un concepto imposible; todo era blanco, brillante y pulcro. Caminando allí me veía más grande y vestido. Las paredes exteriores parecían hechas de luz purísima y se presentaban homogéneas excepto por una puerta que conducía a un tercer cuarto, gris, tosco, opaco y sucio, contrastando con su antecesor. Aquí ya me encontraba adulto y abrigado. Cruzando una puerta de madera pude descubrir nuevas habitaciones, contando nueve hasta llegar a un gran portón que conducía al exterior.

La imagen de la estructura me llevó a conjeturas sobre muchas cosas, relacionándola con una ilustración sobre cómo uno es y funciona desde las perspectivas más externas hasta su yo interior. Divisé, entonces, lo terrible: nunca nadie iba a poder pasar al último cuarto. La metáfora me arrastró a concluir que, en el fondo, uno siempre es uno y fuera de eso no existe nada, por mucho que lo queramos, nadie puede llegar a exceder las murallas infranqueables de lo que somos esencialmente y, siendo así, no pude ahuyentar a los pensamientos sobre la soledad.

Todavía estaba sentado sobre la alfombra cuando la emoción me desbordó: pensé en las miradas, en los abrazos, en las palabras y en todo aquello que a fin de cuentas no hacen más que arrastrarnos tomándonos por las orejas y nos arrojan a un pozo sin fondo de mentiras y simulaciones. Pretender lo contrario me resultó imposible y cerrando fuerte los ojos para intentar escapar de esas ideas terribles caí, según puedo suponer hoy en día, en un estado intermedio del sueño. Atacados hasta en lo más sensible mis ojos se convulsionaron y dejaron escapar dos líneas largas de lágrimas, desplomándome la miraba sobre el suelo. Sentí nubes de tormenta dentro mío, el pecho pisado por manadas de elefantes furiosos y la garganta inundada de brebajes calientes, agrios y malignos, ahogándome en complicidad con una mano invisible que clavaba sus dedos fantasmagóricos en mi cuello. Lloré por decenas de razones dibujadas con violencia y pensé que lo único que restaba por hacer era aceptar el abrazo helado de la muerte, el abrazo final. Que nada tenía sentido, que conservarse vivo no era más que obstinarse cruelmente con las exigencias intrascendentes de una existencia simulada.

Entonces apareció.

Algo me alertó que se acercaba. Levanté la vista y, nuevamente, la vi a Ella, ahí sentada frente a mí, mirándome preocupada.

- ¿Por qué estás así?

- Porque todo me resulta irrelevante. Todo lo que soy, todo lo que puedo ser, todo lo que fui, no puedo compartirlo ni hacerlo estallar como me gustaría. Me siento impotente frente a lo que es, que no me permite ser como quiero. Nunca voy a poder mostrarme como me veo ni dejarme abrazar realmente.

- Supiste sobre las puertas: es importante que alcances la idea completa. Tenés la libertad de abrir cuantas puertas quieras, excepto una. Las primeras tres son fáciles, su amplitud le permite pasar a cualquiera. El trío que le sigue es menos accesible, depende de vos en gran medida decidir dejar pasar a alguien, aunque algunos pueden inmiscuirse sin permiso. Las siguientes dos son casi imposibles: vas a tener que determinar, llegado el momento, quién puede acceder y quién no. Probablemente creas que el ingreso es menos restrictivo de lo que parece, pero siempre serás vos quien tenga la palabra final e invite. La última únicamente podés cruzarla solo.

- Entonces disponer de mí mismo como me gustaría es imposible. En definitiva, lo que haga sólo me lleva a situaciones tibias de cualquier manifestación genial. No puedo dar ni me puede ser ofrecido lo que anhelo, la salida por defecto es lo artificial e insípido. Cualquier juego siempre va a estar manchado de imperfección.

- Es inevitable pensar que todo es una farsa orquestada para disimular que estamos increíblemente solos. Todos los abrazos son paliativos y su razón de ser es ocultar esta realidad terrible. Pero es fundamental que sepas también lo siguiente: cuando quieras cruzar a la última habitación, ahí voy a estar. Y cuando te veas de niño, desnudo y encerrado en la oscuridad podés tener la certeza de que estoy con vos. Siempre, aunque todas lo que te rodea se desmorone sobre sí mismo.

Al finalizar de decir esto, me tomó por las mejillas y me secó las lágrimas.

- No llores más, no puedo verte así sin sentir que me parto en pedazos.

Extendió las manos detrás mi nuca y, sujetándome con firmeza, me dio un beso sobre la frente. Luego me miró intensanmente y, abrazándome, me arrojó sobre su hombro. Paulatinamente, sentí cómo mis párpados se volvían pesados y se cerraban.

Desperté con los ojos hinchados y pegajosos cuando el sol del mediodía volvió imposible cualquier plan de sueño, tirado sobre la misma alfombra, en la soledad absoluta.

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