martes, 15 de noviembre de 2011

To Die For

Algo que me intrigó desde siempre es el hecho de morirse, no como acontecimiento aislado ni mucho menos desde un punto de vista metafísico o intentando siguiera comprenderlo, sino la 'conclusión' de una historia. Me gusta entender todo lo que hago como una obra de ficción donde cada palabra es un paso, cada párrafo, una acción. Los lugares que visitados conforman los escenarios, las decisiones de cada instante obligan a reescribir todo lo que vendrá. Los personajes siguen las huellas de las personas que entran y salen de nuestra vida. Pero la muerte, el final de finales desde la perspectiva más individual, excede en interés a cualquier otro análisis.

Uno ya de por sí se pregunta cientos de cosas al respecto: cómo será, cuándo, dónde, por qué. Qué se sentirá y, por sobre todas las cosas, qué será después. Imaginar una idea de nada, por lo menos para mí, es imposible. Puedo proyectar hechos y situaciones pero no cuando se habla de la muerte propia. Por ejemplo, podemos imaginarnos hoy, acá, sólos, anhelando, esperando lo imposible y preguntándonos cómo será arrojarse a los brazos de esa muchacha que nos quita el sueño, y también podemos un día descubrirnos abrazados, reconociendo como tangible lo que en un momento anterior era pura especulación. Mas no sucede así con la muerte: imaginarnos en una etapa posterior como algo más que algo ya caducado resulta imposible.

Sobre mi conclusión individual se me ocurre lo siguiente: existen varios caminos, algunos carentes de sabor, otros fantásticos. La primera distinción que se me viene a la mente está en morir joven o hacerlo de viejo. Una muerte intermedia me resulta, desde mi perspectiva actual, imposible y aburrida.

Muriendo de viejo uno se expone al riesgo de caer en la zona desfavorable de la dicotomía: la decrepitud y el olvido, por un lado, la grandeza y la acumulación de aventura, por el otro. Sobre lo primero no hay mucho que describir; una muerte gris, fría, sorda y ausente, como la de una estrella que en algún momento supo ser la más brillante pero, ahora, abandonada en algún rincón remoto del Universo sólo puede esperar a desintegrarse. El segundo me parece un panorama más alentador: esa misma estrella, aún brillante, agota sus últimos instantes de brillo iluminando a los demás y desaparece abruptamente en una supernova fantástica.

Morir joven, sin embargo, trae al juego una carta bastante interesante para jugar: lo potencial. Un viejo es, pero más que eso aún, fue; toda aventura ya fue definida, todo acto grandioso ya se conoce, así también sus contrapartes. Un joven que muere sólo deja potencial, hechos que podrían haber sido. Por lo general uno tiende a imaginar lo genial, y esa genialidad potencial que se puede atribuir a quien se corta verde excede con creces cualquier maravilla real. La verdad en esto la vemos a simple vista cuando recordamos que lo ideal, pulido a la perfección en el mundo imaginario, siempre aventaja a lo real, repleto de los defectos propios de una existencia cruda y definida. Por tanto, una vida repleta de posibles historias resulta más interesante sobremanera que aquella poblada por acontecimientos definidos. La muerte joven se manifiesta como una estrella convulsionada, que estalla sin advertencia alguna quemando y arrastrando todo con su onda expansiva.

Yo no sé cuál sería el mejor final para la obra que protagonizo. Sé que se termina con la muerte, de eso no hay duda, pero a veces me invade un fuerte sentimiento que me indica que probablemente muera antes de morir, sea porque finalmente me parta en millones de pedazos o acabe perdiendo la cabeza por completo. De una u otra manera, creo que prefiero ser de las estrellas que explotan bruscamente, ardiendo y resplandeciendo como nunca en el momento previo al final. La idea de perder mi brillo y mis colores para volverme gris, viejo, opaco y seco, dando lugar a la misericordia ajena y a la nostalgia propia e impotente frente a todo lo que fue y nunca podrá volver a ser me aterra a un punto tal de desesperarme.

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