domingo, 15 de marzo de 2009

La chica de la ferretería (III)

Uno es consciente, un poco en la realidad y otro poco en el mundo de la especulación cognitiva, de dónde se mete cuando da el visto bueno a un proyecto o, pero aún, a la iniciativa individual de algún fulano que lo conoce. Muchas veces yo no mido esto y, siendo así, me veo atrapado en un sinnúmero de embrollos temporales en los cuales media hora significa un recreo eterno y cinco minutos pueden desenlazar un fracaso rotundo y lapidante.

Los hechos que voy a narrar comienzan con su protagonista -quien les escribe- visto en apuros por adeudar la impresión de cientos de panfletos para promocionar las masitas y confituras elaboradas por una vecina del barrio. La vieja acostumbra ser amable para las ventas pero endemoniada y exigente para las compras. Por un comentario u otro llegó a sus oidos que las impresiones me cuestan prácticamente nada, acudiendo de inmediato a solicitar "mis servicios": demás está decir que no presto ni me interesa prestar los mismos.

Jueves por la tarde, un frío que astilla los huesos plasmado en la lluvia fina que no se ve pero empapa. Con la campera roja impermeable, el bolso y abrigado hasta taparme los ojos espero el micro que me alcance hasta el centro, donde debía retirar un par de botellas de tinta indispensable para finalizar el trabajo encomendado. Los conductores, despiadados y alienados de la realidad del peatón, pasaban a toda velocidad, por lo que mi espera transcurrió rápidamente mientras esquivaba los tsunamis de barro y mugre que despedían. En minutos, no fueron más de diez.

Me subí y pedí el máximo. Los vidrios empañados del colectivo lo transformaban en un paralelepípedo virtualmente hermético ante cualquier acontecimiento del mundo exterior. Sobre la fila individual viajaban un viejo absorto en vaya uno a saber qué, con botas de lluvia amarillas, abrigo marrón y bufanda verde, una chica morocha que pisaba los treinta y una suerte de obrero fabrial -al fondo- o, quizá, de la empresa de cable, con su traje entero violeta pálido. En los asientos dobles se disponía una señora gorda y malhumorada con una nena de unos cuatro o cinco años, con flequillo y la cara sucia. Y en los anteúltimos asientos, perdida en sus dibujitos sobre el vidrio húmedo, estaba ella. La chica de la ferretería.

Sentí, de pronto, ese leve golpe en el pecho que da inicio a la precipitación de un lapso de ternura y sonsera, cuando el tiempo se detiene y únicamente existe uno y aquello que nos inspira. Afortunadamente ella siguió con sus cosas, lo que evitó que reconociera el júbilo en mi expresión por cruzármela en el micro.

Ir de la manera más amistosa, saludarla y charla me pareció muy fuera de mí. La hipocresía no me interesa para todo aquello que realmente me importa. Caminé hasta el cuarto asiento de la fila doble y me senté del lado de la ventana. A las pocas cuadras ya estaba inmerso de lleno en el gris de la ventana.

Al faltar una cuadra para mi bajada, me paré y me encaminé ilusionado hacia el fondo, esperando algún gesto, saludo, o señal de que existo. Ella ya no estaba. Sobre el vidrio estaban dibujados corazones, lunas y estrellitas. Y debajo, un nombre.

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