jueves, 19 de marzo de 2009

La chica de la ferretería (IV)

Ser engañados es sencillo, al menos, para la mayoría de las personas. Pero es inevitable casi para todos evadir las triquiñelas de nuestra mente. Nuestros deseos, nuestras ambiciones y, sumado a todo eso, nuestra imaginación.

Yo no soy la excepción a ello, y menos lo era en ese entonces: en los tiempos de la chica de la ferretería. Son recuerdos, ahora, que no escapan a deshacerse con el tiempo y desparramarse, grises y mutantes, sobre el barro de nuestro camino. Como las cenizas del asado que hicimos el domingo pasado, un miércoles.

Enfermo como el campeón de todas las pestes me encontraba, tirado en la cama y perdido en el tiempo y los días, viviendo a base de galletitas de agua, té con miel y arroz con queso. Lamentablemente no tengo a quien me asista en tiempo de enfermedad -menos un domingo- por lo que debía hacer todo yo.

La mañana del cuarto día de mi Gran Enfermedad -resultó ser algo más que una gripe, seguramente por tener las defensas bajas- me quedé sin analgésicos. El dolor de cabeza comenzó a hacerse insoportable para el mediodía; a media tarde creía que iba a morir. El clima, además, no ayudaba: el cielo se veía pesado y a punto de estallar. El frío molía los huesos desde adentro.

Temerario ante la necesidad, me vestí con prácticamente todo mi guardarropa y salí en búsqueda del elixir que espantara los malos espíritus de mi afligida mente. Por suerte la farmacia queda en la esquina y estaba de turno. En menos de cinco minutos tenía bajo mi poder las medicinas.

Al salir del dispensario vi venir, como una burbuja rosa chicle sobre unos joggings gris claro y zapatillas blancas, una chica. Era ella. La chica de la ferretería. Quería verla, quería hablarle, quería confirmar que existía, que era real, que me conocía y que vivía cerca de mi casa. Lo primero que se me ocurrió fue salir y cruzarla camino al quiosco de la vuelta, pero instantáneamente caí en la cuenta que eso significaría un saludo como máximo. Necesitaba más. Se me ocurrió volver a la farmacia simulando haber olvidado algo. Así lo hice; los caramelos de propóleo y aloe vera fueron la excusa perfecta para estar treinta segundos más adentro de la botica y encontrar a la chica de la ferretería.

- ¡Lucio! - me saludó con voz gangosa pero contenta.

- Hola, ¿cómo estás?.

- Ya me ves, completamente apestada. Encima muero de dolor de garganta, vine a buscar alguna de esas pastillas anestesiantes. Por lo menos me calman un poco.

- La lluvia nos sentó mal, parece. A mí se me parte la cabeza. Pero bueno, estoy aprovisionado para un buen rato.

- Parecés listo para la guerra.

En ese lapso, intercalado con nuestra conversación, la chica de la ferretería ya había adquirido sus brebajes para la gargante y pagado. Le abrí para que salga primero (¡qué atento! ¡ja!) y, seguidamente, me retiré cerrando la puerta excesivamente despacio, arañando cada segundo que la casualidad me había regalado con ella.

- ¿Querés venir a tomar una chocolatada caliente a casa? - me invitó.

Yo lo sentía todo irreal. Pero mi reacción y mi respuesta fueron automáticas.

- Bueno, dale.

Y ahí me veía, caminando junto con ella la media cuadra que seperaba la farmacia de su casa, bajo el manto gris oscuro del cielo que casi no se distinguía del asfalto. Al cruzar la puerta de la ferretería y dirigirme más allá del mostrador, donde impera el Maestro Ferretero, supe que nada iba a volver a ser como antes.

1 comentario: