miércoles, 18 de marzo de 2009

La chica de la ferretería (IIIb)

¡Sabía su nombre!

Hipnotizado e incrédulo contemplé las letras transparentes y aguachentas contrastadas en el vidrio. Me pasé una parada, y hubiera seguido así hasta el final del recorrido del micro si no fuera por el viejo de abrigo marrón, que me arrancó de mi contemplación con un exigente: "Flaco, ¿bajás acá?".

La tarde seguía tan gris, fría y húmeda como cuando salí de mi casa, y amenazaba ponerse peor. Apuré los trámites y con paso acelerado e inflexible concluí mis diligencias. Cuatro botellas de tinta, sesenta pesos menos en mi bolsillo y un fibrón endeleble, de yapa, porque le caigo bien a la tipa que atiende en la casa de insumos. Metí todo en el bolso y salí corriendo hacia la parada del micro que me llevaría de vuelta a casa.

Cuando salí del local, se largó el chaparrón. Resguardado debajo del toldo de un café de la cuadra me cerré la campera y aseguré las cosas del bolso, para que no se mojaran. Una vez listo, me aventuré dentro de la tormenta nuevamente. Intenté correr las dos cuadras y media que me separaban del refugio, pero la intolerancia de los automovilistas hacia el peatón me obligaron a pasar cinco minutos esperando cruzar una calle, lo que desembocó en empaparme totalmente y, más tarde, en engriparme.

La parada del colectivo estaba desierta. La calle, en general, también. Los colectivos pasaban prácticamente vacíos, y se veían pocos. De pronto, alguien se sumó a mi espera. Una cabellera rubia, atada con una colita, brotaba desde una campera rosada. Se acercó y me habló.

- ¿Hace mucho que pasó el...? ¿Lucio? - me dijo.

- Sí. Hola. - atiné a responder.

- ¿Cómo estás? ¡Empapado, ya veo! Jaja, parecés un bombero.

- Me estoy muriendo de frío. - (siempre tan elocuente yo...)

- Bueno. Ya está por venir el micro, supongo. Me vine caminando desde la parada anterior porque me aburrí de esperar.


Y, efectivamente, así fue. El micro apareció y nos subimos. No viajaba nadie. La chica de la ferretería sacó su boleto y se sentó en el segundo asiento de la fila doble, al lado de la ventana. "Vení, sentate acá" invitó. Me sentía el muchacho más feliz del planeta. Sin pensarlo dos veces, me senté.

- ¿Qué viniste a hacer al centro? - me preguntó.

- A comprar unas tintas. La vecina que vende masitas me encajó un trabajo de impresión. Se lo tengo que entregar mañana y me vine a quedar sin tinta justo ahora.

- Ah... esa vieja. Es insoportable. ¿Así que imprimís cosas? Después te voy a pedir si me hacés unos libros para la facu que me bajé el otro día...

- Bueno, pasámelos cuando quieras.

- Jajaja. Te estaba cargando. Es evidente que lo de la vieja no te cae para nada simpático. No te voy a pedir algo así. Además, tengo mi propio sistema para imprimir...

- ¿Ah, sí? ¿Cómo hacés? Yo cargo los cartuchos con unas jeringas chiquitas. Me conseguí una impresora vieja ideal para experimentar con esto y me salió bien, parece.

- Yo me armé un sistema continuo de tinta...

Aquí debo hacer una pausa, en referencia a lo que sucedió. Sinceramente, no lo podía creer. ¡La chica de la ferretería se había armado un sistema de tintas! Era sencillamente algo fuera de este mundo.

- ... con unas cosas viejas que tenía. Por ahora sólo pude hacer funcionar el color negro, pero eso me alcanza y sobra para lo que necesito. Igual, estoy armando los otros colores.

- ¡Wow! Siempre quise hacer algo así, pero se me complicaba para conseguir las cosas...

- Venite a casa un día con tu impresora y probamos armar algo.

"Dale, estaría muy buenochhssttttt" llegué a decir. El frío estaba haciendo estragos en mi cuerpo, y las primeras señales de la gripe comenzaban a manifestarse. Me llené de moco y disimularlo fue inútil.

- Perdoná, me mojé realmente mucho y creo que me enfermé. - me disculpé.

- Yo creo que también. No pensé que se iba a largar así.

La chica de la ferretería abrió su mochila y sacó un paquete.

- Tomá la mitad. Con esto se nos va a pasar un poco el frío, supongo. - y me acercó un pedazo grandote de chocolate relleno con galletita.

- ¡Gracias!

Pasamos el resto del viaje comiendo chocolate de a trocitos y charlando. De la lluvia, del frío, de los números, las galletitas y la crueldad material del mundo. E ignorando la presencia del conductor, ahí, enajenado de todas las perversiones que el afuera deparaba, arrojado por el tiempo y el espacio que se agotaban hacia un precipicio de desdicha y congoja, me sentí muy contento. La chica de la ferretería, yo, el hermetismo del transporte público. Era perfecto.

Todo terminó dos paradas antes del final de mi viaje, cuando ella se bajó. Caminé hacia mi casa, sedado por el recuerdo de lo que acababa de ocurrir, sin importarme la lluvia, la enfermedad, el barro en mis zapatillas... nada. Me saqué la ropa mojada y me escondí debajo de mi frazada, durmiéndome rápidamente con la esperanza de volver al tiempo de ese viaje mágico en micro que el tino y la buenaventura me habían regalado.

1 comentario:

  1. este no lo había leído nunca, creo.

    tsk. no son intentos de dadaísta. por qué no me estás entendiendo, Daniel Von?

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