domingo, 15 de marzo de 2009

Sobre chinos y caminos

Habían en la China cuatro hombres servidores del Emperador, dispuestos a dar todo por su soberano. Absolutamente todo.

Siendo así fue que el Emperador de la China -como todos sabemos, un tipo caprichoso y rebuscado- les ordenó a cada uno viajar hasta las fronteras del Imperio y, una vez allí, realizar un acto que le honre a él y a la Patria.

El primer chino, de nombre Tse Jing, fue hasta la frontera del Sur y se encontró con el océano. Temeroso de las aguas, el oriental señor no se atrevió a seguir y bramó: 'aquí terminan los dominios de mi señor, abrazados amistosa y cálidamente por el manto azulado del Señor de los Mares'. Al volver a Pekín, fue ejecutado.

El segundo chino fue ordenado a marchar hacia el Este. No tuvo que caminar mucho hasta encontrarse con las aguas, pero más osado que el primero construyó una balsa, y se aventuró con la suerte de popa a proa. Al llegar al Japón clavó chino estandarte en suelo nipón y ejecutado fue al instante.

Al tercer hombre lo mandaron hacia el Norte. Llegó hasta donde los cartógrafos imperiales habían detallado en los mapas y, valiente como chino comandado, dio un paso más allá diciendo: 'aquí terminaban los dominios de mi Señor; fiel siervo soy y reclamaré, haciendo tangible el amor que por mi patria mi corazón profesa, cada región más allá, donde los pueblos desconozcan la grandeza de la China y no hablen la lengua de Confucio.' Y siguió caminando el buen chino, hasta que se perdió en las llanuras siberianas. No lo volvieron a ver.

Al cuarto señor lo mandaron hacia el Oeste. Una vez en la frontera, pronunció estas palabras: 'aquí terminaban ayer las tierras de mi señor, el Emperador. Hoy terminarán más allá, donde mis pies y mis fuerzas me lleven. Y mañana, allí donde mi vista hoy no llega.' Caminó, así, el oriental explorador. Descubrió pueblos, mares, desiertos y montañas. Llegó más allá de donde cualquier chino había imaginado, y aún más.

Quiso la geoesferidad del planeta La Tierra que este chino debiera pisar nuevamente la tierra que le vio nacer. Corriendo al palacio imperial le vieron los pekineses, bajo el brillo de una cúpula de cristal que entre frondosos bosques sobresalía. 'El Emperador al que usted sirvió murió hace décadas, buen siervo', le dijeron. El hombre salió del palacio y se tiró abajo de una carreta.

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